Esther Cross: “Creo que la neurosis es una gran amiga”

—Empecemos por tu relación con Bioy Casares.

—Hace poco estuve con Liliana Heker en una librería y comentábamos que en esa época, los años 80, había pocos talleres, no era como ahora. Yo estaba en la facultad y buscaba talleres, tuve experiencias bastante traumáticas que ahora las miro con humor. Fui a varios talleres de la SAdE que más bien te disuadían, horribles. Me acuerdo que pasaba una cosa muy normativa, del castellano antiguo, y de profesores que te preguntaban qué problemas tenías en la vida. Entonces, a esa pregunta, si eras un poco tímida como yo y decías «ninguno» -lo que era mentira, por supuesto-, te decían «si no tienes problemas no podés escribir». Así que bueno, buscaba un taller, una guía, que también era una forma de despegarme de la biblioteca académica de mi casa y tratar de escribir fuera de la influencia familiar. Y una amiga estaba yendo al taller del Grillo della Paolera, que era uno de los pocos talleres que había, y me lo recomendó. Así que fui al taller de Grillo, él era un excelente coordinador y tenía muy buen oído para escuchar a cada uno. Invitaba gente todo el tiempo, músicos, poetas: Madariaga, Olga Orozco, Rodolfo Alonso, Enrique Molina. Y los dos que invitaba siempre, todos los años, muy amigos de él, eran Borges y Bioy Casares. Los invitaba una vez por año para que les hiciéramos preguntas específicamente sobre la escritura, sobre lo que ahora llamamos técnica, aunque por supuesto que no tenía nada que ver con la técnica, menos con ellos, que nunca iban a responder algo sobre técnica específica. Bioy ponía un poco más de buena voluntad, Borges se iba por las ramas, por suerte, por las las ramas borgeanas. Las reuniones empezaron siendo muy breves y después se hicieron enormes. Y bueno, cuando Borges murió, teníamos los cassettes. En ese momento eran cassettes. Y yo así, de mandada, le dije “¿Grillo, porqué no los desgrabamos?”. Él estaba por supuesto muy bajoneado. “Yo, si querés, te desgrabo estas charlas y hacés un libro, porque esto no lo tiene nadie”. En esa época tampoco había tantos libros de entrevistas a Borges, y ninguno de Bioy, él era muy tímido. Entonces, con esa generosidad que tenía el Grillo, me dijo «dale, los desgrabamos y hacemos el libro juntos». Así que empecé a desgrabar las charlas, y en el caso de Bioy se convirtió en una experiencia única porque él quiso intervenir. Él lo llamaba «el librito». Lo primero que dijo fue: «estas charlas hay que trabajarlas mucho para que no parezca un señor que está gagá, que se repite». Así que eso era lo primero. Después tuvimos un par de encuentros fallidos por culpa de la timidez, Grillo, Bioy y yo: las grabaciones no se escuchaban nada. Me acuerdo que apareció Silvina Ocampo con una señora y trajeron cosas para tomar algo en una mesa con ruedita. La mesa hacía ruido; Bioy hablaba muy bajo porque era muy tímido; Grillo tenía también una voz rara y hablaba raro; y yo estaba muerta de pánico así que también hablaba despacio (risas). Pero había estudiado, y completábamos el libro con una hoja llena de preguntas. Estuvimos dos horas y media en ese primer encuentro y la grabación parece una sesión de espiritismo (risas). No se escuchaba nada, eran todos ruidos de tazas. Pero bueno, más allá de esos encuentros fallidos, sí, yo iba y venía con los borradores y con las correcciones de Bioy, así que fue una suerte.

—Esto quiere decir entonces que tenés manuscritos de Bioy en tu casa, ¡qué envidia!

—Sí, están ahí guardados como un fetiche. Yo los pasaba a máquina en esa época, mi hija no lo puede creer. Entonces los llevaba y dos o tres días después los iba a buscar, y aparecían las correcciones que él hacía con lapicera, llamados a pie de página. Era aprender a escribir también, con algo que parecía tan simple como una entrevista. Valía la pena.

—Tu obra ha sido muy reconocida y premiada. ¿Cómo se vive un premio?

—Fueron distintas etapas. A mí lo que me pasó es que después de muchos años de ir al taller, quería empezar a publicar y no tenía ni idea, no sabía cómo moverme. Además del grupo de taller, con mis amigos hacíamos una revista literaria. No había redes en esa época tampoco, me siento prehistórica entre lo de la máquina de escribir y esto. Me acuerdo que íbamos a la feria del libro a conocer escritores y pedirles colaboraciones. Pero no tenía una forma de llegar a publicar, y por supuesto estaban todas las inseguridades que se juegan cuando uno está empezando y quiere dar un paso más que estas lecturas de taller. Entonces, mi forma de salir fue empezar a mandar a concursos, que en esa época había varios. Por un lado era apuntar a ganar, porque eran una forma de acceder a una publicación. También me acuerdo que, en uno de los primeros concursos, Blaisten, que era un escritor que yo leía con muchísimo interés, era parte del jurado. Así que también era la posibilidad de que un jurado de escritores que a mí me gustaban, me leyera. De otra manera no iba a llegar. Y por otro lado, a mí me ayudaba a organizarme, porque tengo una tendencia a corregir y corregir y se puede hacer interminable. Pero los concursos tenían fecha, así que era una forma de organizarme, de terminar, de mandarlo, eso también estaba bueno. Si no, es como la fórmula perfecta de la fobia: vivir con una especie de texto perfecto que es imaginario, que no existe. Una perfección imaginada que al final hace que se convierta en un fantasma.

—Hay una frase en La señorita Porcel que sentí la necesidad de subrayar: «El inconsciente es el encargado de mantenimiento de todas las tragedias».

—A veces salen esas frases y después una dice «no sé qué quise decir» (risas). Pero creo que es verdad: el inconsciente, por más buena voluntad o prolijas intenciones que una tenga, a veces, por suerte, desacomoda un poco las cosas. Un poco o mucho. Yo creo que la neurosis es una gran amiga. Por ejemplo, la obsesión: es terrible pero también ayuda. La fobia también.

—Hablemos de Mary Shelley.

 —En principio, su madre, Mary Wollstonecraft, es un personaje muy impresionante. No solo por la reivindicación de los derechos de la mujer. Ella tenía una sección en una revista, que se podría considerar frívola, y es impresionante lo que hace en ese momento: ella tenía dos, tres párrafos como mucho, y se dedicaba a hablar de la ropa de las mujeres, pero ¿que hacía cuando hablaba de la ropa? Lo que demostraba en sus artículos era cómo la ropa que estaba de moda y que se elogiaba, era ropa que inmovilizaba a las mujeres, no solo las tapaba, sino que hacía que tuvieran poco margen para moverse, y la comparaba con la ropa de los varones. Y esta era la manera que encontró, en una época muy restrictiva, para estar hablando no solo de la reivindicación de los derechos de la mujer -como habla de una manera más abstracta en otros libros-, sino también desde el punto de vista físico, ya de una forma muy concreta. Ella realmente tenía un plan de acción y este plan de acción lo cumplía en su vida privada, lo cumplía en sus declaraciones -por ejemplo cuando ella tiene que hablar sobre la Revolución Francesa-, y también en lo más chico, cuando ella tiene que publicar una revista sobre moda. También está operando desde ahí. Es muy impresionante.

La mujer que escribió Frankestein tiene un formato que mezcla biografía con ensayo, y que también toma elementos de la ficción. ¿Cómo encaraste ese trabajo?

—Sí, hablando lo que decíamos antes, de la neurosis como un tesoro, para mí ese libro fue descubrir que todos los problemas que me generó la vida, al ser una rata biblioteca, se podían convertir en algo bueno. Es como el estallido de la rata biblioteca, porque lo fui escribiendo a medida que leía. Mi problema ahí, o mi bloqueo para escribir, hubiera sido quedarme leyendo y leyendo, porque me hubiera armado una pila de información que me habría paralizado. Y como a mí me gusta mucho leer ensayos, creo que un ensayo se puede leer con el mismo entusiasmo y la misma curiosidad, la misma avidez que la ficción. Me acuerdo de un ensayo que se llama El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga, y del deslumbramiento de haber leído las dos, tres primeras páginas. Entonces, si bien no hay nada inventado en el libro sobre Mary Shelley, y yo traté de frenar mi faceta de escritora de ficción, sí quise transmitir este entusiasmo de la lectura. Entonces puede ser que la parte de ficción entre ahí, en el armado, en tratar de transmitir esa respiración, que es un poco lo que tratamos de hacer con Betina Gonzalez en el libro que escribimos juntas. Y Mary Shelley fue para mí un descubrimiento tardío, ya había leído varias veces Frankenstein y releyendo Frankenstein encontré una biografía breve, muy bien escrita. A veces uno no le presta atención a esas biografías brevísimas que acompañan los clásicos, pero vale la pena leerlas. Hay gente muy inteligente, muy dedicada, muy generosa, trabajando en esos libros. Encontré esta bibliografía breve donde contaban el episodio del corazón de Shelley y dije «wow, nunca había pensado quién era la mujer que había escrito este libro». Y ahí empezó todo, la manía, la obsesión.

—Tradujiste Once tipos de soledad, un libro realmente fascinante. ¿Cómo fue ese proceso?

—Sí, esa es otra obsesión. Había estado viviendo afuera, me regalaron ese libro, me hablaron mucho de Yates, empecé a averiguar, y apareció toda esta leyenda de Yates como escritor de escritores. Esa historia es algo increíble: no lo querían publicar porque decían que sus historias eran desoladas, o que transmitía algo que era como el lado B de la era dorada norteamericana, sin la espectacularidad de algunos escritores más duros. Es como si en Estados Unidos se aceptara la desilusión, pero solo si viene con una cosa impactante, con una especie de efecto especial de la desilusión. Él tenía algo más sutil, y la desilusión operando de una manera más secreta: el sufrimiento secreto de las personas, no necesariamente espectacular. El hombre que se da cuenta de que lo van a despedir del trabajo; el chico que se especializa en perder cuando juegan a la guerra o a los disparos, y se da cuenta de que puede ser un genio perdiendo; otro chico que le hacen bullying, como diríamos ahora, en el colegio y que cuando la maestra lo quiere ayudar en realidad lo que hace es arruinarle la situación… Son situaciones que requieren mucha sutileza también para aceptar lo que él ve. Y sí, por un lado es duro leerlo, pero también es muy luminoso porque hay alguien ahí que ve eso, entonces es muy sanador.

—Pasemos al libro con Betina: La aventura sobrenatural. ¿Cómo fue la experiencia de escribir de a dos?

—Es muy particular. Dicen que es difícil, para mí fue buenísimo. Creo que había también una muy buena comunicación, era casi una telepatía, pero no solo porque nos interesaba el mismo tema. Era más allá de eso, era el punto de vista. Y también había una coincidencia, yo creo que las dos teníamos como objetivo que el libro saliera bien. Eso era lo único que importaba. Podíamos ser despiadadas en eso, queríamos que el libro saliera bien y además era un libro de no ficción y creo que ahí se encontraron dos neurosis también. A las dos nos gusta leer mucho, mucho en rigor, y yo aprendí muchísimo escribiéndolo. También, lo escribimos en la pandemia. Estuvimos todo ese momento tan duro tratando estos temas, que eran historias de personas intentando comunicarse, no solo con gente que habían perdido, sino con gente que estaba lejos, en otro país, y no se podían comunicar, o que trataban de entender situaciones que eran inexplicables. Entonces cada una fue tomando algunas de estas vidas, y las vidas éstas se iban cruzando. Fue mucho más simple de lo que hubiera pensado.

—¿Tenés alguna historia favorita?

—Sí, voy a tomar una que está apenas nombrada en la introducción. Es la historia de uno de los fundadores de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, Edmund Gurney. El título del libro que escribió él con otros investigadores es muy clave para todo el libro, Fantasmas de los vivos. Porque había una atracción con la muerte, pero la muerte como algo que el otro día Bettina comentaba, que es la curiosidad. y la muerte como una gran aventura en el sentido de lo desconocido, la pregunta de “qué es lo que hay más allá”. Y además el «más allá» en el momento en que está pasando todo esto de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Aleister Crowley, de Yates, de Wilde… Es un «más allá», que no siempre es el “más allá” trascendental de la religión, del después de la muerte, sino que a veces es una vida misteriosa que nos está rodeando, que tenemos al lado. Entonces, a raíz de la muerte de Edmund Grey, las hermanas empiezan a preguntarse, junto con otros, por esta vida que está al lado y por un fenómeno que aparece mucho en el libro y que lo investigan los protagonistas del libro, que es la telepatía. Y que tiene que ver con los fantasmas de los vivos, el por qué a una persona que está en un lugar, pasando una situación crítica, se la aparece de golpe otra persona. A veces, en un caso así muy gráfico, esa persona está agonizando y se le aparece a otra. Y eso es algo que ellos salen a investigar.

—¿Se plantearon, en algún momento de la escritura, si estas historias podrían haber ocurrido realmente?

—Si leés los testimonios de las personas, entendés que eso les sucedió. A esas personas eso les pasó, y de maneras que no son grotescas ni bizarras. Les pasó de tener comunicaciones telepáticas, o mismo que sintieran que había un espíritu en esa época, que había una inquietud, y se estaban preguntando por todos estos fenómenos, que no se les daban una explicación por otro lado. Y tenían un contacto con esa experiencia, una forma muy frontal de acercarse. Y de hecho, Freud, que se demarcaba de eso y descreía mucho, tenía la honestidad de reconocer que, a veces, su primera reacción ante ciertas situaciones era esta. Él cuenta que un día estaba en el consultorio y sentía mucha culpa porque se le había muerto una paciente que había tratado, y dice que se abre la puerta y ve aparecer esa paciente. Eso es lo primero que él siente y eso es lo que él cuenta, después esa persona se le presenta y le dice que en realidad es la hermana de la chica que se había muerto. Entonces Freud, aunque trata de desmarcarse de todo esto, tiene esa primera impresión, y tiene la honestidad de contar que él siente eso. Freud es taxativo en un momento, dice: “los sueños premonitorios existen, lo que pasa es que en mi caso no se cumplen”, con ese humor que tenía él. Y también está la historia del periodista William Stead, que predice su muerte. Se puede buscar una explicación lógica a todo eso, pero él venía escribiendo cuentos donde hablaba de naufragios, escribía sobre los pocos botes salvavidas que había, sobre el Capitán Smith. De todos los temas que tenía para ficcionar, escribió sobre eso. Y se murió en el Titanic. No deja de ser impresionante.

—Esther, ¿qué se viene? ¿Otro ensayo, otra escritura a cuatro manos, una novela?

—Estoy armando un libro de cuentos, pero con mucho tiempo. Hay muchos cuentos que están, pero estoy buscando la forma de armarlo. Y a cuatro manos, ojalá, porque nos quedaban muchas cosas en el libro. Hubiéramos seguido, pero bueno, tuvimos que poner un límite. Hubo un límite temático, era lógico que terminara allí en la Primera Guerra por muchas razones, pero nos quedó mucho en el tintero.

—Contanos qué tenés hoy en la mesa de luz, tus consumos culturales en la lectura y más allá de la lectura.

—En Netflix, lo último que vi fue Black Mirror, los últimos episodios. En la mesa de luz tengo El pájaro de leche y sangre de Martina Antognini, que lo terminé de leer hace poco y me gustó mucho. Y estoy releyendo algunas crónicas y leyendo sobre una exploradora, aunque creo que a ella no le hubiera gustado que la llamaran así. Se llamaba Vivienne de Watteville. Tengo también muchos apuntes sobre el ejército israelí, por una traducción que acabo de terminar. Son cosas del trabajo, pero también estoy aprendiendo sobre eso. Y La aventura sobrenatural además fue un gran disparador. Tengo una especie de montaña de libros, parientes de este libro. El mundo sobrenatural es fascinante, inacabable.

—¿Sentís que cambió tu forma de creencia?

—Un poco sí. Yo nunca había leído nada de Crowley y tenía una visión bastante más folklórica de lo que podía ser el ocultismo. Aprendí mucho leyendo sobre Crowley, con la guía de Bettina, también sobre Yeats y toda la investigación sobre su ocultismo. Siendo muy esquemática, bajó puntos Madame Blavatsky y subió Yeats. Y también me pasó algo con la relación entre la palabra, sobre todo la palabra escrita, y el ocultismo. Algo que para mí fue importante es que, en un momento, uno de los protagonistas del libro, que está muerto, cuando se aparece, dice: «la felicidad es la ausencia de miedo». Muchas de estas personas trataban de que aquellos que estaban asustados con el más allá y con estas experiencias, o con la muerte misma, se tranquilizaran. Y nos quedamos pensando en cómo las historias fantasmas o de terror, a veces son tan tristes también, además de dar miedo, y en cómo surge, por ejemplo, el fantasma de Canterville, que es una historia de fantasmas tan graciosa, donde Oscar Wilde justamente trae humor a una historia que podría haber sido de terror.

—¿Y películas?

—Hay una de Hitchcok que me gusta mucho, gracias a Patricia Highsmith, «Extraños en un tren». Dicen que no es de las mejores, pero a mí me gusta mucho, con esos segundos planos. Supuestamente todo pasa en el primer plano y en realidad es atrás donde pasan las cosas.

—Has tenido una experiencia como documentalista, ¿es algo que retomarías?

—No, pero me gustó hacerlo. Yo me había postulado a una beca y me la dieron, para ir a Estados Unidos, Nueva York. Primero iba a hacer estudios de literatura, de traducción, y después dije «no, si me voy a Estados Unidos, voy a estudiar cine», que además siempre me había gustado. Así que me anoté para estudiar guión. Pero en Estados Unidos no va el guión: te tiran para estudiar producción, dirección, fotografía. Así que ahí estaba, andaba con una cámara. Y después cuando volví acá, salía con una amiga, empezamos a filmar por la calle con una cámara prestada. Salíamos a filmar con gente que estaba en situación de calle, les dábamos la cámara e íbamos con ellos. Esto fue en el 2001, con esa extraña puntería. Después no teníamos plata para editarlo, pero cuando llegó diciembre nos dimos cuenta que lo que habíamos estado filmando era un poco la víspera de lo que pasó después. Y ese documental que habíamos hecho, muy a los ponchazos, se transformó en un corto de 8 minutos, con un texto breve, una voz en off, que compaginamos como pudimos. Yo daba unas clases afuera, así que hice un canje: yo daba las clases y ellos lo editaban. Si no, no había forma. Y después hice varias colaboraciones, adaptaciones de cuentos, hice relatos cinematográficos en un par de películas que todavía están ahí en proyecto. Pero es otro lenguaje, otro mundo y a mí me cuesta. Me ofrecieron hacerlo y es complicado el tema de los diálogos, tengo mucha conciencia de lo terrible que es un diálogo que suena literario, las cosas terribles que se le pueden pedir a un actor que diga. Yo puedo, después de tantos años, a esta edad, escribir bien un diálogo en un cuento, pero para un guión, no, todo lo que trato me suena horrible.

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