Por Lala Toutonian
Noviembre de #EternaSocialClub es del #PremioFundaciónMediféFilba. Toda la lista corta será protagonista. Esta vez invitamos a Betina González, cuya novela Olimpia es una de las finalistas.
Betina González es escritora. Ha publicado las novelas Arte menor, Las poseídas, América Alucinada y Olimpia, la colección de cuentos El amor es una catástrofe natural y el libro de ensayos La obligación de ser genial. Es la primera mujer en ganar el Premio Tusquets de Novela. con su novela Las poseídas. Arte menor fue galardonado con el Premio Clarín en 2006. Segundo premio del Fondo Nacional de las Artes 2006 con Juegos de playa. Premio Lozano de la Universidad de Pittsburgh por La conspiración de la forma, investigación sobre textos menores del siglo XIX latinoamericano; sería publicado en 2016 bajo el título de Conspiraciones de esclavos y animales fabulosos. Seis ensayos sobre literatura y crítica moral en siglo XIX latinoamericano. Estudió Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires, en donde fue investigadora y actualmente es docente de Escritura. Su última novela, Olimpia, fue publicada en 2001 y es una de las cinco novelas finalistas del Premio Fundación Medifé Filba.
—¿Cómo delineaste a la protagonista de Olimpia?
—Yo quería una mujer que hiciera cosas poco convencionales para la época, porque la novela ocurre en los años 30 ¿Y por qué quería eso? Porque después se va a plegar a ciertas ideas del marido –que es científico– y tiene que participar en un experimento, en el cual no cualquier mujer participaría. Por eso no podía ser alguien absolutamente convencional, pero tampoco alguien absolutamente rebelde.
—¿De dónde surge la idea del salto ornamental?
—La idea del salto ornamental surge porque tenía las dos cualidades que recién dije. Por un lado era original, raro y casi nadie lo hacía, –aunque sé que existía en la época, porque investigué bastante sobre eso y había lugares en la provincia de Córdoba en donde se podría practicar, por la profundidad que se necesita–, pero además tenía algo frívolo. No era una nadadora olímpica con un entrenamiento riguroso. Tenía entrenamiento, sí, pero también cierto componente de modelo. Era interesante darle a la protagonista ese rol.
—Ese personaje después va a ir variando mucho en la novela.
—Sí. Empezó así y fue creciendo hacia un lado de mayor rebeldía y mayor conciencia.
—La protagonista habla del salto ornamental, diciendo que los griegos lo consideraban un arte olímpico.
—Es así. Después desapareció completamente de las olimpíadas.
—Además de la pareja protagónica hay otros personajes importantes. Mi favorito es Juan Averá, el hombre que trabaja de cazador.
—Juan Averá es el favorito de mucha gente. Y es así, “trabaja de cazador” porque le consigue al científico los animales vivos.
—La novela tiene un ritmo muy marcado. Entran factores muy interesantes como la naturaleza, la figura del naturalista, la evolución, la involución, las cruzas y Olimpia, propiamente ¿Qué representa Olimpia?
—Olimpia es el origen de la novela. La novela es caso real de un científico que realiza un experimento con su mujer, para probar una teoría de que el lenguaje no es innato, sino que como humanos necesitamos crecer entre humanos para ser lo que llamamos humanos. Si a un chico no lo cría un grupo de humanos, no aprende el lenguaje. La obsesión de Ulrich en la novela, es la misma que tenía en la realidad este científico estadounidense llamado Winthrop Kellog: Los niños que se han criado en la naturaleza. Hay muchas historias de niños salvajes y casi todas son falsas.
—¿Es falsa la historia de las hermanas Amala y Kamala?
—Es falsa. Es un caso real, pero que se investigó y se supone que eran niñas que tenían algún tipo de retraso. Era otra época y hay muchas hipótesis sobre los casos de niños salvajes que aparecen en Europa. Empiezan a aparecer justo en la época de Jean-Jacques Rousseau, como para confirmar esta idea de la oposición naturaleza/cultura que está pensando la filosofía de la Revolución Francesa. No es tan sorprendente que sean mitos o falsos. Es muy raro que un niño pueda sobrevivir en la naturaleza, salvo Tarzán (risas). Recuerden que Tarzán era un niño feral, lo crían los monos y no se sabe cómo aprendió a hablar. Está comprobado por los científicos actuales –por casos horribles de niños que han sido abandonados o maltratados por sus padres–, que si un niño no aprende el lenguaje hacia los diez u once años, ya no lo va aprender con la capacidad que lo aprende un niño que sí tuvo una educación entre humanos. Pueden aprender, pero pocas palabras. No va a aprender la sintaxis y la lógica del lenguaje. Eso a mí me parecía aterrador.
—¿Siempre te interesó el tema de los niños ferales?
—Siempre me obsesionaron estas historias de los niños ferales y hay mucho de eso en mi libro de cuentos. La historia real del científico que hace el experimento, me la contó un amigo neurocientífico en una fiesta. Kellog quería probar esto, pero no podía tomar un chico y llevarlo a la naturaleza porque sería ilegal, entonces hace el experimento inverso ¿Qué pasa si intento criar un animal entre humanos? ¿Cuánto puede aprender ese animal del entorno familiar en el que es criado? Así él y su mujer, crían por unos meses, a una chimpancé junto con el bebé de ellos.
—¿En la novela se enfrenta lo salvaje con lo social? Hay un párrafo que dice: “Cuándo dejamos de ser animales y nos transformamos en humanos”
—Claro. Esa es la pregunta del lenguaje. No se sostiene la oposición naturaleza-cultura, pero igual estamos atravesados por ella, por todo el pensamiento occidental endocéntrico europeo que nos formó. Nunca dejamos de ser animales. Somos animales. El tema es el lenguaje articulado. Eso es lo que nos define como humanos en oposición a lo que nosotros llamamos “los animales”, que no tienen ese tipo de lenguaje, sino otro que carece de esa capacidad de abstracción. “¿Cuándo dejamos de ser animales y nos transformamos en humanos?” Es una de las preguntas que se hace este científico, y una de las formas de contestarla es convencer a la mujer de criar a una bebé chimpancé junto con el bebé que acaban de tener.
—¿Por qué elegiste situar la historia en Argentina?
—Yo tomé este caso real que pasó en Estados Unidos y lo situé en Argentina, porque me parecía que justo la década de los años 20 y los 30, era un momento en donde muchos se estaban preguntando por el darwinismo social y la degeneración social. Estas preguntas eran políticas, en un país en el que siempre se pensó en la oposición civilización/barbarie. Entonces tenés a Ramos Mejía hablando de las multitudes como hordas primitivas, a José Ingenieros escribiendo El hombre mediocre, toda esta idea de Darwin aplicada a lo social. El darwinismo social, que es algo terrible, estaba floreciendo totalmente en esa época en Argentina.
—¿El científico se opone a esto?
—Él se opone a esto. Él es un científico que hace el experimento, con los medios que le proveía la ciencia en los años 30. La ciencia en esa épica era un poco brutal. Una ciencia conductista que hacía experimentos que hoy nos sonarían muy poco éticos. Como el experimento del Pequeño Albert, que está en la novela y es un experimento totalmente real, que realizó John B. Watson en la década del 20. Estos científicos conductistas, básicamente lo que estudian es cómo el miedo es un condicionante importante para aprender, tanto para el mundo animal como el mundo humano, para aprender. Si algo te asusta o te pone en peligro, es probable que recuerdes el estímulo que lo generó o el entorno en el que estabas.
—¿El Pequeño Albert cuántos meses tenía?
—Tenía nueve meses. Gateaba. Hay videos en internet que tuve que ver, por todas estas investigaciones que me enloquecen, y son bastante feos. Lo ponen a jugar en un colchón con animalitos peludos, gatos, una rata, un conejo y como el nene no sabe nada, juega con todos y la pasa bien. Eso lo repiten varias veces. Después el nene se va a la casa y cuando vuelve, están otra vez esos animalitos con los que estuvo jugando antes, pero cada vez que va a tocar a uno golpean una barra de metal detrás de él muy fuerte para que se asuste, entonces el nene empieza a llorar. A partir de eso, no se le ocurre más tocar a un animalito con pelo. Asocia ese miedo, ese ruido, a algún estímulo que antes había sido inocente. Esta es una de las teorías del conductista Watson. Como el perro de Pavlov. Dos cosas que no tienen nada que ver son asociadas por esa emoción del miedo.
—Investigaste muchísimo.
—Sí. Eso lo hago siempre. No me digo: “Voy a investigar para una novela”, es que me captura algo y empiezo a leer, y entonces después tal vez digo: “Puedo escribir algo con esto”. Es como un proceso a la inversa.
—Hablemos de la utopía en la novela.
—Hay una utopía cientificista y ya la había en esa época. Aún somos medio víctimas de esa idea de que la ciencia y la tecnología van a mejorar nuestras vidas. Esa utopía está encarnada por la idea de Ulrich y malentendida por el discípulo que tiene, que es el darwinista social. También por otros personajes. Una de las criadas –que en su pasado fue anarquista–, también tiene su versión de lo que sería una utopía y cómo se puede cambiar el mundo para hacerlo más justo. Juan Averá, al final –sin revelar necesariamente el final de la novela– también tiene una utopía que tiene que ver con la naturaleza. Como un acto de justicia, que parece dar nacimiento a una posible comunidad. Eso tampoco fue planeado. Fueron cosas que fui encontrando mientras escribía.
—¿En qué momento de tu vida la escribiste?
—Fue una novela que tuvo muchas etapas. La empecé en el 2017 y escribí muchas de las páginas, pero en un momento sentí que no podía avanzar y escribí el libro de cuentos El amor es una catástrofe natural. Hago mucho eso de dejar un tiempo un proyecto y hacer otro. En ese momento sentí que me faltaba aprender muchas cosas. Uno siempre está aprendiendo. Todas las novelas no son iguales. Todos los cuentos no son iguales. Cada libro es otro mecanismo, otro trabajo con las formas y diferente al anterior. Así que dejé esas páginas que había escrito y recién lo retomé en el 2019, pensando qué era lo que me trababa. Me daba cuenta que lo que más me había convocado era la historia del científico, su mujer y la mona y eso ya lo había escrito, pero era algo que se acababa pronto si no hacía jugar un rol más importante al resto de los personajes. Las dos criadas y el cazador siempre estuvieron, pero al principio no tuvieron un rol tan importante. Eso me copó más. Era algo que no había imaginado todavía. Cuando realmente despegó la novela, fue cuando decidí que un personaje fuera el perro. Ahí sí sentí que era algo diferente. La gran novela de un científico que todos conocemos es Frankenstein de Mary Shelley, y es la historia de un científico y el supuesto monstruo que él crea. Pero que yo sepa, no hay muchos libros de ficción que se pregunten qué pasa con los animales que son sujetos de experimentos. Entonces ese personaje, el animal, surgió de ahí. De pensar qué pasa con ese animal cuando el experimento ya se hizo. ¿Qué ocurre? ¿Quién sigue ese relato? Como si Frankenstein hubiera sido un perro. Eso hizo que la novela creciera hacia un lugar inesperado y mucho más asombroso para mí misma. Eso es algo que una busca cuando escribe: encontrar mientras escribís.
—¿Podemos decir que la novela tiene elementos de terror?
—Sí, muchos. El científico, la idea del experimento, el laboratorio y la misma década de los 30, que tiene esa cosa del expresionismo alemán. Esa atmósfera está en la novela. En algún momento consideré que podía llevarla hacia el género del terror, pero no me interesó tanto, aunque sí hay un giro sobrenatural. Se juega con un giro.
—En alguna entrevista dijiste que para escribir esta novela habías releído a Jack London, Stevenson y Julio Verne. ¿Cómo te inspiraron?
—Me gustaba mucho la idea de ese envión hermoso que tienen las novelas de aventuras. Jack London con los perros y la vida en la naturaleza. Tenía ganas de encontrar una voz narrativa que no fuera esa, porque es el siglo XIX, pero que de alguna manera retomara esas ganas y esa curiosidad lectora. Yo me crié leyendo a esos autores. Es un poco la voz que tiene Olimpia no es esa, pero es un juego con eso: con la novela de aventuras, con la fábula, con los narradores científicos.
—¿Hay momentos combativos? El anarquismo. El feminismo.
—Sí. Yo creo que te sale lo que pensás cuando escribís. A través de algún personaje, pero sale. De hecho hay un anacronismo, que es la frase “Ni dios, ni marido, ni patrón” que aparece en la novela. Yo me había puesto a leer entrevistas de anarquismo para tomar un poco el clima del movimiento en esa época en la Argentina, y sabía que ese no era el orden en el que lo escribían las mujeres anarquistas. Ellas en verdad decían “Ni dios, ni patrón, ni marido” y uno de los correctores de la editorial me lo comentó, pero yo preferí dejarlo así porque es un guiño a la contemporaneidad. También porque me gustaba mucho más cómo sonaba con patrón al final. Como decía Oscar Wilde: para que seas un buen novelista, algún anacronismo tiene que haber, algo que no cierra, que muestre que vos estabas haciendo un artificio. Así que me gustó dejarlo.
—Dentro de las cuestiones científicas, la evolución, la naturaleza y la genética que se muestra en la novela ¿Cómo ves a futuro que se toque el diseño genético?
—Me parece que no debe estar muy bueno, éticamente hablando. Igual en la novela lo que se hace más es la protoneurociencia. Lo que hace el científico es tocar el cerebro, no crear a seres nuevos, sino algo así como: Si le cambio un cableado a este animal, le corro o le saco esta glándula o lo que sea ¿Qué pasa? Que por supuesto también es terrible. Pero no es crear un ser híbrido, como la Oveja Dolly, que ahí entramos en algo más claramente no ético. En la época que describo en la novela, la ciencia era muy brutal. Ahora hay protocolos científicos, que supuestamente se respetan. Igual no es la idea de la novela crear un manifiesto anticiencia o hablar desde ese lugar, más bien es preguntarse cuál es el rol que tiene ese pensamiento, esa imaginación científica hoy en día. La novela tiene una frase de Stevenson que habla del respeto a la naturaleza. Una de las cosas que hacía Stevenson en Samoa era escribir oraciones que no eran necesariamente religiosas, sino en las que bendecían el día o bendecían a la lluvia. Entonces por qué pensar en nuestro futuro, en las utopías en torno a la ciencia, si eso está claro que no es viable. A mí lo que me interesaba era que una novela situada en los años 30 pudiera hablar también de eso: de nuestro presente. Cuestionar esa única imaginación.
—¿Qué se viene ahora? ¿Estás escribiendo algo nuevo?
—Estoy corrigiendo un libro que escribimos con Esther Cross, que se llama La aventura sobrenatural. Son los últimos toques ya, porque saldrá en Abril del año que viene. Es un libro en el que está Stevenson, ya que lo nombramos mucho hoy. Cuenta episodios que tuvieron con lo esotérico personas reales, escritores y artistas. Cosas que pocas personas saben. Por ejemplo, Oscar Wilde se hacía leer las manos y no tomaba decisiones sin consultar a su quiromántica. Su mujer, Constance, fue miembro de Orden Hermética del Alba Dorada, la secta Golden Down. Yeats se dedicaba a la magia, además de a la literatura. También aparece Aleister Crowley, conocido rival de Yeats, y todas esas peleas están en el libro. Está Freud, porque él vivía en una época en la que se le aparecía gente que decía que hacía telepatía. Es un momento en donde tanto él, como alguno de sus discípulos –la famosa pelea con Jung es por esto–, intentan ver cuánto de verdad puede haber en eso, a lo que rápidamente Freud dice: No, lo mío es una ciencia que va por otro lado, con otros métodos, no quiero saber nada con esta gente. Ahí es la gran separación de Jung, cuya tesis había sido sobre espiritismo y que toda la vida siguió pensando en otros paradigmas.
—Súper interesante el libro y además pasás a la no ficción.
—Es un libro de no ficción pero que se lee como una novela, porque cada capítulo es como un cuento que tienen estos personajes reales. La verdad es que leímos muchísimo con Esther Cross.
—¿Lo pergeñaste durante la pandemia?
—Fue ideal porque estábamos encerradas y todos estos materiales se podían conseguir online. Los materiales muy viejos están liberados y ambas leemos en inglés, así que fue muy divertido y también muy esperanzador, porque en ese momento una sentía que no servía para nada lo que una hacía, y además escribir un libro sola me hubiera sido mucho más difícil, pero hacerlo con Esther fue lo más.
—Para cerrar con Olimpia, la novela habla de una humanización del animal ¿No sería mejor que nosotros nos animalizáramos?
—En las escenas en donde Lucrecia juega con la mona y está con el bebé, ahí es como que ella aprende algo del mundo animal. Podemos interpretarlo así. Hay un trabajo con la sensibilidad del cuerpo, por otros canales que ella no había vivido.