Por Lala Toutonian
Noviembre de #EternaSocialClub es del #PremioFundaciónMediféFilba. Toda la lista corta será protagonista. En esta oportunidad invitamos a Carlos Gamerro, cuya novela La jaula de los onas es una de las finalistas.
Carlos Gamerro es escritor, crítico, traductor, Licenciado en Letras y fue docente en la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito novela, cuento, teatro y ensayo, así como también ha incursionado en guion de cine. Además, tradujo al español a William Shakespeare, W. H. Auden, y Harold Bloom, entre otros. Junto con Rubén Mira escribió el guión del film Tres de corazones de Sergio Renán. La versión teatral de Las Islas fue estrenada en el Teatro Alvear en 2011, con dirección de Alejandro Tantanian. Entre 2016 y 2018 fue curador de contenidos del Teatro Nacional Cervantes. Su cuento Fulgores nocturnos recibió una mención en el Concurso Nacional para Jóvenes Narradores Haroldo Conti. Fue Visiting Fellow de la Universidad de Cambridge en 2007 y en 2008 formó parte del Programa Internacional de Escritura (IWP) de la Universidad de Iowa. Ha publicado las novelas: Las Islas, El sueño del señor juez, El secreto y las voces, La aventura de los bustos de Eva, Un yuppie en la columna del Che Guevara, Cardenio y los cuentos de El libro de los afectos raros. Sus ensayos incluyen El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos, Ulises. Claves de lectura, Ficciones barrocas, Facundo o Martín Fierro y Borges y los clásicos. Sus traducciones incluyen Hamlet y El mercader de Venecia de Shakespeare.
La jaula de los onas es finalista del Premio Fundación Medifé Filba. Para hacer un breve resumen, la historia ocurre en 1889 cuando realmente se llevan a los onas a París para la Exposición Universal y los exhiben como antropófagos patagónicos, encerrados en una jaula con grilletes. Cuando llegan, se escapan de la jaula y algunos son aprisionados inmediatamente y devueltos, pero uno queda varado. Ahí comienza la odisea de ficción del selk’nam llamado Kalapakte, que se hace amigo de un anarquista llamado Karl. Juntos emprenden una serie de aventuras, a veces tortuosas y otras extraordinarias, mientras van recorriendo el mundo.
—¿Cuánto investigaste para este libro?
—Hablé con antropólogos y recorrí todos los lugares que pude. Viajé mucho a Tierra del Fuego. Cuando escribí la escena en la que Kalapakte sube a la Torre Eiffel –que en realidad está contada por Karl que imagina cómo habrá sido el ascenso a la Torre–, el detalle que me gustaba era que Kalapakte queda anclado en París y no sólo no sabe cómo volver, sino que no sabe a dónde tiene que volver. No puede leer un mapa, las palabras “Tierra del Fuego” para él son desconocidas, las palabras con las cuales nombra a su pueblo y su lugar, nadie las entiende en Europa, entonces sube a la Torre Eiffel a ver si desde allí puede ver el camino de vuelta a casa. Obviamente no sucede, pero ahí se encuentra con Karl, y Karl es –de alguna manera–, el camino de vuelta. Después de escribir esa escena, tuve la oportunidad de viajar a París y subí todo lo que pude por la escalera, como hacen ellos en la novela, hasta donde me dejaron y esa noche corregí la escena. Así que viajé mucho a todas las locaciones que pude. Al único lugar al que no pude ir fue Groenlandia, pero encontré muchos recursos en las obras originales de todos los exploradores del Polo Norte, que pasaban necesariamente por Groenlandia. La sensación casi física de qué clase de lugar era ese en aquella época, la obtuve de esos textos.
—¿Trabajaste con muchos textos de época?
—Sí. Ya me había dado cuenta en Cardenio, –mi anterior novela, que transcurre en el mundo de Shakespeare, por decirlo de algún modo–, que los libros de historia no me sirven para hacer ficción, pero sí me sirven mucho los textos de época. Escuchar “la voz” de aquél momento y la materialidad de las palabras. Para el capítulo que transcurre en las misiones salesianas, –que es a donde fueron llevados los selk’nam cuando fueron devueltos de París o expulsados de sus tierras–, acá en Buenos Aires, en los archivos salesianos, me encontré con manuscritos originales de los misioneros. El papel, la tinta, esa materialidad de la grafía, con textos a veces en italiano y otras en español medio italianizado, fue como una manera de entrar el cuerpo.
—¿Cómo surgió la idea de la novela?
—Empecé la novela con la idea de un pueblo que desapareció, que fue barrido del mapa. Una cosa que es bastante trágica, dramática y hasta romántica. Cuando fui a Tierra del Fuego me encontré con personas que me hicieron entender que “No somos descendientes de los selk’nam, somos selk’nam, y no nos extinguimos, acá estamos”. Eso me cambió la perspectiva. Así que el proceso mismo de escribir la novela, investigar y escribir, fue todo un aprendizaje en cual cambiaron algunas de mis ideas o preconceptos. Fue muy enriquecedor. También fue bueno ver que la novela tuvo algún impacto en la comunidad selk’nam actual. Eso para mí fue muy gratificante.
—¿Sabés francés?
—No, para nada (risas). El libro tuvo como cuatro correctores. Tengo que agradecer a amigas y amigos que revisaron el texto francés, que era una de mis grandes preocupaciones, y puedo decir que creo que no hay ninguna frase que me haya salido bien en el original, pero que ahora están todas bien, según me dicen. Cómo engañamos los escritores (risas).
—¿Te encontraste con distintas versiones de la misma historia?
—Si bien la historia de los selk’nam que fueron llevados a París es verdadera, hay muchas versiones sobre esa historia. Ya en las fuentes me encontré con mucha ficción. La primera versión con la que me encontré, y que me acompaño durante décadas, fue leyendo La Patagonia trágica de José María Borrero en donde me enteré de esta historia a mis tempranos veintitantos. Allí Borrero da la versión de que llega un misionero salesiano –de hecho lo nombra, El Padre Beauvoir, que es un personaje que aparece en la novela– y el gobierno de Chile interviene decididamente para sacarlos, pero justo se escapan y Kalapakte queda vagando por Europa. Poco a poco fui descubriendo que no fue el Padre Beauvoir quien lo descubrió, sino que fueron los misioneros anglicanos; que no fue en París, sino en Londres; que el gobierno de Chile cuando le fueron con el problema, lo primero que dijo fue: “¿Y quién sabe si son chilenos? Por ahí son argentinos. Primero averigüen de dónde vienen y después vemos si nos encargamos del problema”. Todas esas cosas las fui incorporando.
—¿Hubo una descendiente que te contactó por mail?
—Ya con la novela muy avanzada, me llega un mail de una señora chilena descendiente de un chileno que vivía en París, diciendo: “No, a Kalapakte mi tatarabuelo lo mandó de vuelta y lo puso en el barco”. Yo me dije: ¡Ahora me arruinaste la novela! (risas) Por suerte ya tenía todo escrito. Yo publiqué un artículo en Clarín en donde decía que su tatarabuelo era cuidador y ella me escribió ofendidísima diciendo que era un Ingeniero. Fue algo que me resultó totalmente encantador, porque estar escribiendo una novela y que los descendientes de tus personajes te escriban mails está buenísimo (risas).
—¿Te costó encontrar algunos datos?
—El segundo capítulo, que relata el viaje en barco de los selk’nam desde Chile en Punta Arenas. De eso no hay documento ni historia, así que fue todo averiguar cómo eran los barcos y releer todo Conrad y parte de Melville para encontrarle el tono. En cada capítulo yo me planteaba cuál es la mejor manera de contar esto, o cómo hubiera sido contado en la época.
—En las cartas nunca vemos las respuestas, sólo los envíos.
—Es cierto. En las cartas que envía Marcelito desde París, no vemos las respuestas de Jorgito. Eso ahorra tiempo y espacio, pero también uno está acostumbrado a leer las cartas de escritores y Joyce pone las de Joyce. Para encontrar el tono de esas cartas que envía Marcelito, encontré un par de novelas iniciales de Eugenio Cambaceres. Una de ellas es de un argentino que reside en París, cuyo único objetivo en la vida es que los franceses lo tomen como uno de ellos. Muchas de las frases de las cartas de mi libro, debo confesar que fueron un poco copy & paste de ahí. Tal vez más que copy & paste, que es algo que está un poco bastardeado, prefiero decir que fue hacer grafting, que es un término en inglés que refiere a la jardinería. Es cuando agarrás un tronquito de una planta y lo insertás en el otro de otra y ves si crece o no. Yo hacía lo mismo con las frases. Las tomaba de un texto de Cambaceres o Ruben Darío, las metía en mi texto y a veces ligaban y crecían y a veces no, entonces las sacaba. Me gusta hacer jardines así. Creo que hay muchas analogías entre escribir ficción y hacer jardines. A veces uno cree que escribir es como construir un edificio, que tenés todo planeado de entrada y sabés a dónde va a ir todo, pero cuando escribís una novela, ponés algunas plantitas y algunas crecen y otras no y te van diciendo por dónde ir.
—En la contraposición entre la burguesía de la época y Karl el anarquista ¿Hay una lectura política trasladable a la actualidad de forma intencional en la novela?
—No sé si lo busqué. No hay ninguna situación, ni personaje, que haya entrado como alegoría de alguna persona del presente. Al trabajar esta clase dirigente y pudiente de fines del siglo XIX, –que recién ahora me está enganchando la época de Rosas, porque a mí siempre me interesaba mucho más la generación del 80– sí se da una divisoria, porque se liquidan las guerras civiles, se liquidan los indios y los territorios son todos ocupados, y es un problema que sin dudas sigue hasta hoy. La demonización de los pueblos indígenas actuales y sus reclamos, ya no solo culturales o lingüísticos, sino concretamente por tierras, sigue siendo un tema que divide aguas, pero que por otra parte ninguno de los partidos importantes lo toma como bandera. El único capítulo en donde está desplegada la acción en Buenos Aires, lo escribí en forma de sainete, porque quería encontrarle el tono de la ciudad a principios de siglo, con anarquistas, inmigrantes y me pareció que el género más apropiado era el sainete. Después también el grotesco de Discépolo. Mezclo un poco los dos registros. Una de las obras de los hermanos Discépolo, que es Babilonia, da cuenta de esta Argentina multicultural, multilingüistica, con inmigrantes, conventillos, cada uno hablando una forma distinta de castellano, que ellos tenían muy codificada: cómo habla castellano un gallego, un alemán, un francés, etc. y claramente si hay un grupo que no está representado son los indígenas. Ni siquiera en el sainete. Entonces meter a Kalapakte en ese mundo, era una manera de indagar desde cuándo el indio “no tiene voz” en la literatura argentina y en la sociedad y en la política.
—Además de Karl y Kalapakte, hay otros personajes muy interesantes. Como Rosa o Vera.
—Si bien es evidente que al hablar de Karl y Kalapakte, lo hacemos como protagonistas, y la historia de ese regreso era como el hilo conductor, no es la única historia que cuento. Me propuse contar la historia de cada uno de los once miembros de esa familia, que fue “abducida”, porque es como si hoy bajara un ovni y los lleva a otro planeta, lo que se hizo con los los selk’nam. Sobre todo, el personaje que además sigo además de Kalapakte, es su hermana Rosa, que vuelve en el barco, junto con los misioneros de la South American Missionary Society, que fueron los que fundaron Ushuaia realmente, y tenían su centro misionero en las Islas Malvinas. Rosa vuelve a las misiones, pero después se escapa y así varias veces. La novela sigue la historia de ella bastante, de hecho todo el capítulo que transcurre en la misión salesiana, es un capítulo más sobre ella, porque Kalapakte nunca entra en las misiones.
—Investigaste mucho cómo eran los selk’nam en su cotidianeidad. ¿Cómo te enteraste de todas esas cosas?
—Siempre me fascinaron. Es como si me hubieran estado llamando desde mucho tiempo atrás. Incluso hay registros sonoros de la lengua selk’nam. Creo que después de leer esa primera versión fantasiosa de Borrero en La Patagonia trágica, en algún viaje al sur –en donde son muy enamorados de su historia y hay muchas publicaciones de editoriales locales en cualquier librería– me encontré con el libro El último confín de la tierra de Lucas Bridges, que es uno de los personajes que más admiro en la historia. Porque prácticamente todos los estancieros que conocemos, –porque estando en Tierra del Fuego me han dicho que los Bridges no fueron los únicos– la solución que encontraban para el “problema indio” era matarlos, porque los indios estaban ocupando las tierras que ellos querían para sus ovejas, y esa fue la política que pusieron en marcha hasta que vinieron los salesianos y dijeron “Por favor no los maten, captúrenlos y tráiganlos a la misión”. Eso, dentro de todo parecía ser una solución viable, sólo que en las misiones los indios no podían vivir, se enfermaban y se morían, por los distintos virus y gérmenes que les transmitían los blancos, contra los cuales no tenían defensas. Los Bridges, que habían empezado como misioneros en Ushuaia, luego se dan cuenta que eso no funcionaba. Thomas Bridges –el padre de Lucas–, deja la misión y funda una estancia. Muchos piensan que fue para hacer plata, pero él lo que quería era crear un lugar para que los indígenas de Tierra del Fuego pudieran vivir según su forma de vida tradicional y estuvieran a salvo de los cazadores de indios. Su hijo Lucas, continúa con eso y funda otra estancia al norte y entre las dos estancias un corredor de bosque en donde los selk’nam podían seguir viviendo como antes. Ese libro de Lucas Bridges es un placer leerlo. Está muy bien escrito. Después vino el Padre Martín Gusinde –un misionero antropólogo austríaco–, y él escribió los libros más documentados y voluminosos: Los indios de Tierra del Fuego, que son 6 tomos. Gusinde se puede pasar 20 páginas contándote cómo hacían los selk’nam los arcos y las flechas. Yo me los leí todos, de punta a punta. Me súper enamoré del mundo de los selk’nam, y sobre todo del centro de su vida, de su cultura e identidad: que era la Ceremonia del Hain.
—¿Qué es la Ceremonia del Hain?
—Era una forma de teatralidad muy sofisticada. En algún arrebato pasional, cuando salió la novela, dije: “Es tan sofisticado el Hain como la Tetralogía de Wagner” y la periodista que me entrevistaba me miró como diciendo: “Tranquilo” (risas) Artísticamente no lo es –estoy de acuerdo–, pero conceptualmente el Hain es sofisticadísimo. Algo que sabemos los lingüistas es que no hay idiomas primitivos. Todas las lenguas humanas son igual de complejas y sofisticadas. Justamente hay un buen ejemplo con los yámanas –otro de los pueblos de Tierra del Fuego–, y es que cuando Darwin visita Tierra del Fuego vio el modo de vida precario de esta gente y dijo: “Su lengua debe ser igual. No tendrá más de 100 vocablos”. Así se equivocó, una de las mentes más brillantes del siglo XIX. Pensá qué fuerza tenía el racismo en esa época, que todas las ciencias del hombre tenían base racista en el siglo XIX. Cuando fue Thomas Bridges y trabajó con los yámanas para hacer un diccionario, paró cuando iba por los 32 mil vocablos, que es lo mismo que puede tener un diccionario francés o cualquier otra lengua de las que conocemos. Lo mismo con el mundo imaginario y los mitos. Así como lo sofisticado de la cultura griega arcaica, se ve en sus poemas épicos –La Ilíada y La Odisea de Homero–, en el caso de los selk’nam en donde se ve este nivel de complejidad y metafísica, es en la Ceremonia del Hain. Lo paradójico de los selk’nam es que, al mismo tiempo que fueron barridos del mapa como cultura en pocas décadas, como eso sucedió a fines del siglo XIX, todo quedó muy documentado. Son estudiados por los antropólogos, fueron fotografiados y de hecho los selk’nam actuales, que recuperan técnicas artesanales, por ahí se confiesan y me dicen: “Esto no me lo enseñó mi abuela, lo aprendí del libro de Gusinde”. Entonces hay que pensar que la antropología, si bien por un lado era una empresa blanca, imperialista y muchas veces de base racista, también ha permitido que algunos de esos saberes se recuperen, cuando la tradición fue justamente cortada por la intromisión de la civilización blanca.
—¿El Padre Forcina existió?
—El personaje del Padre Andrea Forcina es de ficción, pero está parcialmente basado en un sacerdote real. Si bien yo no soy creyente, un hombre de fe, me fascinan las religiones. Más allá de eso, creo que cuando hacés ficción, si vas a crear un personaje histórico –como a veces hago yo en esta novela– y sobre todo si además es narrador, tenés que meterte muy adentro de ese personaje. Esa es una de las razones de que no haya en ningún capítulo un narrador selk’nam, porque yo sentía que esa voz que ya no está era un poco irrecuperable. Eso también influyó en que la novela tenga tantas perspectivas de muchos personajes sobre los selk´nam, más que la perspectiva propia de los selk’nam; pero es justamente a través de todas esas miradas, que va emergiendo lo que nosotros podemos construir y recrear de ese mundo selk’nam.
—De hecho, el capítulo del Hain está visto a través de los ojos de Karl.
—Totalmente. Está visto a través de los ojos de Karl, que lo padece por momentos (risas) El hain era una ceremonia masculina, cuyo fin “aparente” era engañar a las mujeres con esta teatralidad. Anne Chapman –la antropóloga que mejor estudió la cultura selk’nam–, habló sobre todo con mujeres y ese fue su gran aporte: contar el lado femenino de la cultura selk’nam. Chapman se encontró con mujeres que le dijeron sobre el Hain, que sabían que todo era puro teatro, pero los hombres necesitaban creer que nos engañaban, entonces nosotras hacíamos de cuenta que sí. El mayor crimen que podía cometer un varón, era contarles a las mujeres esto sobre el hain. En el libro de Gusinde, hay un capítulo en donde cuenta que los selk’nam deciden en un concilio que lo tienen que matar, porque le contó a las mujeres. Cuando lo encontré en el libro de Gusinde dije: Esto es lo que necesitaba para Karl. Muchas cosas son inventadas, pero muchas son descubiertas y después tomaron su vuelo propio en la novela.
—¿Investigaste mucho acerca de los salesianos?
—En los libros de historia, el rol de los salesianos está visto de manera bastante dicotómica. Los salesianos tienen grandes historiadores. En nuestro caso, sobre la historia de la Patagonia y más aún Tierra del Fuego, hasta el día de hoy la educación tanto argentina como chilena sigue estando en manos de los salesianos. Fue casi como EL territorio salesiano. Lógicamente, los historiadores salesianos tienden a dar una visión bastante positiva del tema, aunque son bastante rigurosos y no ocultan los hechos. En cambio una mirada más revisionista, o de izquierda, tiende a construir una especie de leyenda negra, en la cual los salesianos eran cómplices de los estancieros, y si bien crearon las misiones, en realidad eran campos de concentración. Yo lo que necesitaba para la novela era traer la voz de los salesianos, pero de aquellos salesianos que estaban ahí. Entonces en Tierra del Fuego encontré los diarios de la misión, cartas, la autobiografía del Padre Beauvoir que es maravillosa y sigue inédita. Entonces, lo que encontré es que ellos iban claramente con la intención de crear estos pueblos para que los selk’nam pudieran vivir en paz, crecer y hablar su lengua.
—Pero también les cambiaban sus costumbres, los bautizaban y les cambiaban los nombres, ¿eso fue así?
—Les cambiaban hábitos de vida, sin dudas: de nómades los quisieron sedentarios, inmediatamente les quitaban sus ropas “paganas” y les ponían vestidos europeos, les cortaban el pelo a los niños, los bautizaban y les cambiaban el nombre, separaban a los niños de los padres, etc. Todas cosas que vistas desde hoy son cuestionables. Después descubrieron que a pesar de haber hecho todo eso, los indios se les morían. No supieron revertir esto, pero en sus cartas se puede ver que están angustiados y desesperados, tanto los sacerdotes como las monjas. Ciertamente no era lo que buscaban. Un poco se dan cuenta de que están metiendo la pata, cuando visitan la estancia de los Bridges y ven que ahí los selk’nam están todos bien y se preguntan: “¿Qué es lo que están haciendo bien estos ingleses y qué es lo que estamos haciendo mal nosotros?” Ahí hay algo que decisivo: el salesiano venía con la idea de que claramente el modo de vida, la cultura y la religión europea eran superiores. Ellos “venían a traer la luz”. Uno lee el libro de Bridges, que se crió entre indígenas desde muy chiquito, y él miraba a los indios y decía: “Quiero ser como ellos”.
—Lucas Bridges los admiraba.
—Los admiraba profundamente. Nunca tuvo una actitud condescendiente, ni que dijera: “Yo les voy a traer la luz”. Cuando los grupos selk’nam están guerreando entre sí, porque les quitaron los territorios y los juntaron, Lucas Bridges se da cuenta de eso y dice: En lugar de ir yo como blanco pacificador, empecé a hablar con ellos, y a preguntarles: En otros tiempos, cuando había diferencia entre los clanes ¿Cómo lo solucionaban? Y ellos le contestaron: Había una ceremonia, que me contaron mis abuelos, para hacer la paz entre distintos grupos. Bridges, les consultó: ¿Y cómo era esa ceremonia? ¿Por qué no la hacemos? O sea, él simplemente lo que hizo fue decir: “Ustedes resuelvan con su cultura, sus recursos y sus tradiciones, porque yo les doy la tierra, pero hay un punto en el que no puedo meterme entre ustedes. No puedo hacer las cosas según mis criterios. Tengo que aprender siempre de ustedes”. Y los salesianos en un punto se dieron cuenta de eso también, pero ya era demasiado tarde. Las epidemias que llegaron, terminaron con los últimos grupos que mantenían el modo de vida tradicional. Entonces para contar esto, me tuve que hacer católico y salesiano durante un período de mi vida (risas) Y en serio tuve que creérmelo y confiar plenamente en el personaje.
—El personaje del escocés que cortaba las orejas, ¿es real?
—El Chancho Colorado es un personaje absolutamente real. Lucas Bridges, dice en su libro sobre el escocés Mac Inch: Debería odiarlo, pero me caía simpático, porque era muy desfachatado. Hay un discurso de él –que yo lo expandí en mi novela–, en donde dice: “Bueno, está bien, nosotros vamos y los matamos, pero ellos son un pueblo guerrero, por lo menos le damos la oportunidad de morir peleando, mientras que ustedes –los salesianos–, los agarran, les sacan sus armas, los convierten en sirvientes y los matan de a poco ¿Qué es peor?” Era muy cínico. Aparte los selk’man no eran los mapuches, que aprendieron a cabalgar. Ellos tenían una organización compleja, como un estado. En su época de esplendor no deben haber sido más de 4 mil. Nunca tuvieron contacto con el blanco, ni hubo ninguna clase de sincretismo o hibridación. Nunca aprendieron a andar a caballo, ni les dieron tiempo tampoco. Eran cazadores-recolectores. No eran un pueblo con una organización militar compleja para defenderse.