Luis Sagasti: “Lo poético radica en cuestiones objetivas”

—Empecemos por el final: acaba de salir Lenguas vivas, un libro que cruza distintos géneros narrativos. ¿Cómo se te ocurrió esta idea?

—En verdad, el inicio fue una frase que dijo mi vieja, como al pasar, hace cuatro o cinco años. Ella le escribía cartas a mi hermano, que ya falleció, en cada uno de sus cumpleaños y a mí me pareció que eso tenía un espesor poético muy interesante. Pasado tanto tiempo, uno accede a los duelos de otra forma, naturalmente, y a partir de ahí empecé a tomar nota sobre qué pasa con el lenguaje cuando una persona muere y cuáles son los límites del decir en la experiencia. Pero, sobre todo, qué pasa cuando se muere una lengua, cuando se muere el último hablante de una lengua. Y justo encontré que son todas mujeres. Y me puse a juntar historias de las últimas mujeres hablantes, pero también vi que hay un vínculo -a medida que se van transformando y perdiendo las lenguas- con los colores de los cuadros, que también se evaporan. No es un libro crepuscular, ni triste, no tiene ese tono. La idea es la transfiguración de lo que parece tan cristalizado. Y lo hago a partir de lo que escribió mi vieja, por eso hay una parte que es de alguna forma autobiográfica, pero tomada de otro lado. No es esa literatura de yo que nunca me interesó. Son observaciones y, para mí, lo poético más bien radica en cuestiones objetivas. Yo creo que un determinado hecho, una observación al lado de otra, produce un efecto poético, aún más que nombrar o decir algo con un lenguaje esmerado. Yo encuentro esto y esto y digo “acá hay algo”, pero “ese algo” sólo funciona si lo ponés juntos, y crea una suerte de campo gravitatorio. A veces, el dato crudo junto a otro dato crudo, genera un campo de sentido. Un ejemplo: las dos caminatas más emblemáticas del siglo XX están separadas por quince días, el hombre que camina en la luna y Abbey Road de los Beatles. Para mí, ahí hay algo. Esas dos cosas juntas hacen una suerte de constelación, a la que yo no puedo llegar con el lenguaje directo. A mí siempre me fascinó que el Amazonas, que tiene 7.500 kilómetros, no tiene puentes. ¡Y es el río más largo del mundo! Pero del otro lado del mundo, en las antípodas, los 9.000 kilómetros de la muralla china, no atraviesan ríos. Para mí eso es fantástico. Pero hay que ver dónde las ponés para crear un sentido con eso, no es la mera curiosidad. Y con esto de las lenguas y los cuadros, el espesor poético radicaría en eso, en nombrar cosas.

 —Hay una línea muy linda: “La letra de la señorita sobre el pizarrón fue y será siempre la de los ángeles.”

—La letra de las maestras es increíble, y cómo borran el pizarrón también: borran y caen los cristales de tiza, de nieve. Los pibes tienen una letra enfurecida. Mi vieja era maestra y tiene letra así, de cuadro. Yo ni me entiendo, escribo con mayúsculas, minúsculas. La leyenda de la letra del médico… ¡Todos los adultos escriben mal! Lo que pasa es que el único que escribe es el médico. Y hay algo talmúdico ahí, porque el farmacéutico es el que revela la palabra, y el que sana. Es como interpretar las sagradas escrituras.

—En tu libro Leyden ltd. lográs crear una historia a partir de notas al pie. ¿Cómo surgió esto?

—Hace años que yo tenía la idea de hacer un libro con notas al pie y con datos reales, salvo alguno que obviamente hace a la trama. Y también con un índice onomástico, que completa un poco la idea. Estuvo bueno escribirlo porque yo tenía un escritorio todo forrado con notas al pie, entonces lo iba pintando. Hoy todo el mundo consume fragmentariamente todo. Incluso yo puedo ver Netflix y me puede gustar una serie, pero después viajo y vuelvo y me engancho con otra. Y abandono algo que me gusta sin ningún problema. Ya nadie escucha discos: si se me ocurre escuchar un tema viejo, tipo Pink Floyd, escucho la parte que quiero, determinado solo. La primera fragmentación creo que nos viene a muchas generaciones que crecimos leyendo “Lo sé todo”, que era una enciclopedia que uno leía y miraba los dibujitos, y los capítulos no tenían ninguna lógica. Capítulo uno, los osos pandas. Después, Marco Polo, la vacuna antipoliomielítica. Era la enciclopedia china de Borges. ¡Un delirio! Yo crecí con ese órden.

Lenguas vivas es muy enciclopédico.

—Sí, y además me gusta mucho que me cuenten historias. Me gusta contar historias, pero más me gusta que me cuenten. Y creo que hoy estamos todos en un mundo con mucha fragmentación y yuxtaposición. Estás chateando con tres personas mientras abrís un video y leés una noticia, todo junto. Yo ya no veo películas sin moverme, ahora las paro, miro quién es tal actor, dónde trabajó. No me banco tres horas en el cine. Es como el síndrome de la heladería: cuando tenías dulce de leche, chocolate y crema, no había mucho para elegir. Había que descartar a uno. Ahora tenés miles de helados, ¡helado de palo borracho! Y cuesta muchísimo elegir. Lo mismo pasa en la literatura, en el cine, en todo. Hay demasiadas cosas buenas y yo quiero todo. Me pasa eso básicamente porque soy curioso. Me llama muchísimo la atención la gente que no es curiosa.

—En tus libros siempre hay mucho rock, sobre todo en Por qué escuchamos Led Zeppelin. 

—Sí. Me gusta mucho la música y leer sobre música. Y Zeppelin me parece que es una banda muy narrativa: le pasan cosas, como a The Who. En ese libro hice un acercamiento medio literario, poético, lúdico, medio mitológico también. Me interesaba el hecho de que la narración que hacemos sobre el rock tiene la misma estructura que la mitología griega, o que los grandes mitos. Es decir, hay siempre una suerte de Dios creador que luego se retira y se lo denomina el dios ocioso -en el caso del cristianismo hace el mundo 6 días, al séptimo se va- y es reemplazado por el hijo o por alguien cercano. Y en la narrativa del rock se da lo mismo: se da con Elvis, como el creador que se retira en el 59-60, y aparecen los Beatles, que son más cercanos, más amigos nuestros. En la narrativa que yo he encontrado aparecen cuatro principios. Pink Floyd es claramente Apolo, una música más mental. La sexualidad o lo dionisíaco son los Rolling… Obviamente esto es más literario que otra cosa, pero a mí me interesaba abordar a Zeppelin desde ese lado, y no desde algo estrictamente musical, porque ya está todo escrito. Y no es que el paralelismo sea así, sino que nosotros lo narramos así. Es muy difícil en las narraciones espontáneas poder escaparse de estructuras mitológicas. La narración de la historia argentina en las escuelas, por ejemplo, es claramente el viejo testamento. ¡El 25 de mayo sabemos que llueve! Es el único día en la historia que sabemos qué le ocurre al meteoro. Y siempre en los mitos de la creación hay algo líquido, hay agua, hay barro y de pronto emerge el sol. Despeja las aguas, salen los próceres. La figura de San Martín es una figura de Moisés: ambos liberan pueblos, cruzan desiertos o cordilleras, y luego no pueden regresar a sus tierras. Es una narrativa claramente mosaica. No creo que Mitre, cuando escribió su historia, estuviera pensando en eso, para nada, pero creo que es como cuando lo mandan a uno a dibujar una casita. Todos la dibujamos con techo dos aguas, mirando para el mismo lado, con una chimenea, humo y un absurdo caminito que pega una curva. Y nadie vive en esa casa.

—Luis, ¿qué estás escuchando o leyendo actualmente?

—Ahora estaba leyendo unos cuentos de Kamiya, que me encanta, y también un libro de un italiano que se llama Evolución, y otro de un alemán de principios de siglo. Cosas ensayísticas, medio marginales, que me gustan para algo nuevo que estoy escribiendo. Leí Una música de Ronsino, que me encantó. También estoy leyendo a Eduardo Berti, a Mariana Travacio. Y escuchando… Si es domingo, escucho Bach. Los domingos son de Bach. Algo más reciente: el último disco de Brad Mehldau, un pianista que trabaja con temas de los Beatles, pero más sobre el acompañamiento que sobre la línea melódica. Es precioso, es un jazz nuevo. El último de Paul Simon, también.

—Y contanos sobre eso nuevo que estás preparando. ¿Qué se viene?

—Tengo un libro ya terminado que se llama La realidad absoluta. Arranca con dos conceptos: uno es el de la timidez de los árboles. Hay cierta especie de árboles cuyas copas no se tocan y, si vos mirás hacia arriba, forman como un delta, con ríos e islas. Mi abuelo tenía una casa en Montehermoso, y en la parte de atrás había de estos árboles, y él me había dicho que una noche podríamos ver una estrella navegar por esos ríos. Y sobre eso, el otro concepto, refiere a que yo creo que muchas historias de la mitología son reglas mnemotécnicas, cuentos, para que uno aprenda y se ubique y pueda volver a su casa. Y lo interesante es que en las historias de mitología, los protagonistas son seres lunáticos, están completamente locos, y todas las cosas que hacen, es para que uno vuelva a la calidez de su hogar. Esa tensión me parece interesantísima, y en el libro yo lo vinculo con la estrella de la que me habló mi abuelo. Es sobre eso, y también sobre un filósofo que se encuentra con restos del ser y se los guarda en un tupper. Ahí lo que me interesaba era ver cómo el tiempo se aloja en los entes. Es como si hubieran dos principios: uno poético, por así llamarlo, y otro principio capitalista. La mirada poética lo que hace es inscribir en el presente a la cosa en sí y uno puede apreciarla en su singularidad más pura. La mirada capitalista te la inscribe en el tiempo: esto puede ser otra cosa. Yo miro una casa y la miro en sí, pero puedo también ver el terreno que es esa casa cuando la demuela. Entonces también es sobre eso: sobre la idea de qué es la realidad sin metafísica. Porque sin la teoría, sin la metafísica, la religión, la epistemología o la ciencia, que actúan como mediatizadores de la realidad, la realidad se presenta como un absoluto.

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