Liliana Heker: “Nadie mata ni muere en una polémica”

—Liliana, al igual que Sabato, estás formada en Física.

—¡Mucho no me parezco a Sabato! (Risas) Estudié Física pero no me recibí. Entré a la facultad tironeada por la literatura, y ya estaba en la revista. Sabato me dedicó su trabajo sobre el Segundo principio de la Termodinámica, porque yo le dije que lo más amo de la física es el Segundo principio de la Termodinámica, la Ley de Entropía. Él había hecho un trabajo y me lo dedicó. Pero no me dediqué a la física sino que muy tempranamente dejé la facultad y me dediqué a lo que amo realmente, que es la literatura.

—¿Cómo es eso de la termodinámica?

—Lo que me fascinó del Segundo principio de la Termodinámica -que se llama también la Ley de Entropía- es que propone que la energía perdida, desperdiciada, nunca más puede ser aprovechada. Y siempre fue algo que me provocó mucha angustia. Aparece en varios de mis cuentos, por ejemplo en “La sinfonía pastoral”, porque creo que uno está lleno de esos derroches de energía que se esfuman, no se canalizan en nada.

—Es muy poético.

—Sí, por lo menos es lo que yo extraje de la Física, además de cierta capacidad de organizar el caos que soy. Porque soy un caos y, al mismo tiempo, de alguna manera puedo organizarlo porque tengo formación científica o una cabeza en algunas zonas científicas. Pero sí, todo lo que saqué son ideas poéticas, como la de los planos de clivaje o la Ley de Incertidumbre. Son cosas que a mí me provocan, pero no en un sentido científico sino poético. Indagar realmente en la ciencia lleva a esa incertidumbre, eso que no es tan exacto. Por supuesto, si se enseña mecánicamente la matemática -como pasaba en mis tiempos, no sé ahora-, la tabla del dos, del cinco, parece muy aburrido, pero en realidad cuando uno se mete en lo que es la ciencia, la matemática, la física, en realidad se encuentra con conflictos que se pueden hacer propios, como me pasó con la Ley de Entropía o con El principio de Incertidumbre.

—Es un título de novela: El principio de incertidumbre.

—Usé de título Zona de clivaje.

—Abelardo Castillo. Empecemos por ahí.

—El principio, sí. Hacíamos revistas. Nosotros siempre hemos dicho «la revista», pero en realidad son varias. Está El Grillo de Papel, a la que yo entré a los dieciséis años y fue cerrada por «subversiva» en la época de Frondizi, junto con otras publicaciones de izquierda, como Cuatro Patas, que era una maravillosa revista de humor, y otra que se llamaba Che. Todas fueron prohibidas. Después, a mis diecisiete fundamos con Abelardo El Escarabajo de Oro. Salió hasta el 74, dejó de salir no por motivos políticos sino por hiperinflación. Y en plena dictadura militar decidimos sacar una revista que fue El Ornitorrinco. Le pusimos El Ornitorrinco porque realmente era un bicho raro. Fue una revista que era de alguna manera una continuidad de El Escarabajo de Oro, aunque hubo muchas cosas que cambiaron. Esa salió hasta el 86. El Grillo de Papel fue fundada a fines del 59 y yo entré el 21 de enero del 60. Soy la genuina escritora de la generación del 60, porque entré en enero de 1960 a la revista que fue mi entrada a la literatura, hasta el 86. Fueron muchos años de sacar revistas que, tal como lo entiendo, es la militancia de un escritor. Es un modo de estar presente, de opinar, no sólo sobre la realidad literaria o cultural, sino incluso sobre -tal como nosotros entendimos nuestra revista- la realidad política. Fue una revista que siempre se comprometió con la realidad, y en sus editoriales o en sus notas y también en sus ficciones, daba testimonio de esa realidad. Creo que es importante. Cada época tiene sus características, pero suelo insistir en que la gente joven tiene que acostumbrarse a sacar publicaciones, no importa por qué medio, pero hay que animarse de nuevo a tomar partido, a opinar, polemizar. Creo que además de todas las tragedias y las muertes, la destrucción que provocó la dictadura militar y la destrucción económica, que empezó realmente ahí, hubo algo que se perdió ante esa cuestión de la muerte, de la desaparición, algo que siempre nos caracterizó como país y caracterizó a nuestra cultura, que es la capacidad de polemizar. Como le dije a Cortázar en la polémica que sostuvimos en la época de la dictadura: nadie mata ni muere en una polémica, se confrontan sistemas de ideas. Es importante animarse, porque lo otro es cortesía o indiferencia. La cortesía es un modo de indiferencia también. Cuando uno discute con el otro es porque le importa lo que hace el otro. Yo reivindico la polémica, reivindico la opinión que se juega por la realidad en la que se está viviendo. Y creo que hace mucha falta, tal vez en esta época más que nunca.

—¿Se puede pensar entonces a la literatura como un arma, una herramienta de resistencia?

—Creo que el escritor maneja una herramienta maravillosa: la palabra. La maneja como hecho artístico y como hecho inmediato. Es decir, no hay que esperar que a uno se le ocurra una novela para discutir la época actual, porque quizá uno está diez años escribiendo una novela, y esa realidad ya ha cambiado. A veces hay cuestiones en la realidad actual que exigen una opinión ahora y aquí, no tenemos que imaginar un cuento o una novela para hablar de lo que está pasando. Entonces creo que el escritor tiene la posibilidad de utilizar esa herramienta, la palabra, en todos sus aspectos. No sé si es un arma, no creo que sea un arma. He discutido también, en su época, con los que cuestionaban al Martín Fierro por su incapacidad, parece, de hacer la revolución. En realidad, las novelas y los cuentos no hacen la revolución. Si alguien quería hacer una nueva revolución -decía yo, en el contexto en que estaba, en que eso era natural decirlo-, bueno, que haga lo que hizo el Che Guevara. El Che Guevara decía «yo era médico», es decir, no cambió el mundo en tanto médico. Pedirle al Martín Fierro que haga la revolución me parece un disparate. Cuando yo quiero escribir sobre un conflicto, no me planteo si va a cambiar el mundo. Sinceramente, no me planteé cuando escribí Zona de Clivaje si iba a cambiar el mundo. No, ni siquiera me lo planteé con el peso que eso puede tener hoy. Yo quería contar algo sobre el conflicto que tiene una mujer en una época en que esos debates no estaban demasiado abiertos, entre su cuerpo y su cabeza. Había una cultura, sin duda, impuesta por los hombres, y se hablaba del alma. Y yo creía y sigo creyendo que el cuerpo es trascendente, que para una mujer su cuerpo es trascendente, y tal vez quise decir eso en Zona de Clivaje, y elegí la relación de una chica con un seductor, con un Don Juan, que es una cosa muy conflictiva porque amar a Don Juan implica compartirlo. Por eso tomé un tema en el que toda racionalidad se va al diablo, que son los celos. Pero yo no me proponía cambiar el mundo, ni siquiera me proponía cambiar la condición de la mujer. Quería contar eso: me importaba. Por eso quiero señalar en particular esto. Cuando uno escribe, en realidad, le interesa un cierto conflicto, algo quizá mínimo pero que lo movilizó. Pero nadie, y sería absurdo proponérselo, cambia el mundo con un cuento o una novela. Creo que un escritor tiene un doble compromiso: con su oficio, la escritura, y con la realidad. Ese compromiso con el texto hace que uno trate de extraer de ahí toda la belleza, todo el sentido, toda la carga que le quiere poner.

—¿Qué es revolucionario, un militante?

—No sé, yo nunca fui militante. Sí desde los 12 años leía, y ahí está mi amiga de la infancia (señala entre el público) con la que nos encontramos un día en la plaza, y las dos estábamos leyendo Los Miserables. Cuando leí Los Miserables ya sabía de qué lado de la realidad estaba. Sin saber ni lo que era opción, la ideología, opté ideológicamente ahí. La base de la ideología está en saber quién es tu semejante. Lo puse en una novela que acabo de terminar. Si sentís que ese hombre durmiendo en la calle, que esa mujer maltratada por la señora de la casa, es tu semejante, estás de un lado de la realidad. Ahora, preguntale a Macri quién es su semejante. Se pueden imaginar, no necesito dar detalles. La base de la ideología es entender quién es para vos tu semejante: si vos sentís que cualquier ser humano tiene derecho a la misma vida que aspirás para vos, entonces es muy claro. Pero eso a mí no me hace revolucionaria, de verdad no. Tal vez era una polémica que tenía sentido en los 60, cuando acababa de ocurrir la Revolución Cubana, cuando en todo el tercer mundo había una movida muy fuerte, entonces era un planteo que se hacía, el de hacer la revolución. En este momento estamos en un mundo que, a los que hemos vivido mucho, realmente nos espanta, nos sorprende,. Hay una derecha feroz y una demencia muy grande. Estamos en el principio de un cambio de era, algunos no vamos a ver a dónde va a ir a parar. Supongo que se encontrará el camino para cambiar esta realidad, no sabemos para qué lado. Pero en este momento hablar de ser revolucionario a mí me parece que es pura retórica. Yo siempre me sentí de izquierda, no como militante, sino sobre esta idea de quién es tu semejante. Eso para mí es la base de la ideología, se llame peronismo, se llame izquierda. Pero no me quiero jactar de algo que nunca he sido, no soy una revolucionaria. Siempre traté de utilizar mis palabras para expresar mi idea del mundo y expresar el mundo que quiero.

—Eso quizá le provocó a alguien un ánimo revolucionario.

—¡Puede ser! Eso es lo que uno nunca sabe. Un escritor como Nietzsche pudo provocar a otro escritor como Thomas Mann, así como también pudo haberlo influido a Hitler. Es muy difícil medir cómo va a actuar un hecho literario. La literatura, por sus propias características, es ambigua. Y cuanto más ambigua y cuantas más capas de significación tiene, creo que más rica es. Entonces no se puede esperar un único resultado. Voy a dar un ejemplo que a mí me sacudió mucho. Supongo que lo más conocido de todo lo que yo escribí es mi cuento “La fiesta ajena”. Y “La fiesta ajena” es un cuento donde parecería que aparece muy clara mi ideología. Sin embargo, una vez me invitaron a un colegio súper bacán, privado, en el que la profesora les había dado a los chicos mi cuento. Estábamos hablando de literatura y en un momento se paró una chica y me preguntó: «¿Por qué es mala la señora Inés?». Claro, para ella darle una propina a una nena pobre en lugar de darle un regalo, era una cosa buena. Entonces ahí te das cuenta como cada uno, en literatura, lee lo que quiere leer. Yo me estremecí porque nunca pensé que se podía hacer esa lectura. La nena había leído el cuento y quizá le había gustado, pero la pregunta fue hermosa… Para ella era un acto bueno darle propina a una nena que necesita más la propina que un regalito. Esto es para explicar lo complejo que es la manera de actuar de la literatura. Balzac decía que escribía en nombre de dos verdades eternas: la monarquía y el catolicismo. Sin embargo, Marx lo toma como ejemplo para construir. Porque Balzac era tan gran escritor que mostró las contradicciones de ese tiempo. Es decir, más allá de su ideología manifiesta, en su literatura realmente se ven las contradicciones. Es muy compleja la manera de actuar de la literatura de ficción, que por definición es ambigua. Pero, en cambio, un texto político o una opinión, no deben ser ambiguos. Tienen que ser claros, y esa es la diferencia.

 —Hablemos de “La fiesta ajena”.

—Es un cuento que me dio mucho trabajo a pesar de que se lee muy fácil. Estábamos en una reunión, de esas reuniones eternas de los viernes en el Tortoni con la gente de la revista. Después íbamos a comer… Corrientes no era lo que es ahora, estaba todo abierto hasta las 5 de la mañana. Y un amigo mio, Raúl Escari, contó que una nena lloraba en un lugar. No sé si lo explicó más, yo entendí que se había cometido una injusticia con esa nena. Y ahí se me ocurrió la injusticia esa de que en una fiesta, en lugar de darle el regalito, el regalo que le dan a todos los chicos, le dan una propina. Siempre supe que era un buen tema. Pero hice varios intentos y era un plomazo, ¡me salía un plomazo! Así que lo fui postergando, porque lo empezaba mal, en un lugar que era aburrido, así que no lo seguía. Y en el 80, en plena dictadura militar, había venido un poeta fantástico, un gran amigo, Fernando Noy… En esa época a los hombres los hacía pasar tan mal, porque él asumía su homosexualidad de una manera tan abierta que los tipos se ponían locos. Yo lo adoraba, era un gran poeta, un gran tipo, y él era el amigo de todo el mundo. Un día me dice: “Tengo una idea para una antología, van a ser todos cuentos inéditos, van a estar Bioy, Borges, Abelardo Castillo, y se va a llamar Cuentos para leer en la playa«. Y dije: «¡Yo en un libro que se llame Cuentos para leer en la playa, no publico!» (Risas) Y entonces me dijo: «Sos una tarada, porque la antología va a ser buenísima y se va a vender mucho porque se va a llamar Cuentos para leer en la playa«. Tenía razón. Y pensé: «Bueno, si van a ser cuentos para leer en la playa, ¡los voy a joder en la playa!». Y se ve que la maldad me impulsó y encontré cómo debía hacerlo, por qué había empezado mal. Y ahí se me cruzó -son esas cosas curiosas- que en un cumpleaños de mi sobrino cuando era chiquito había venido un mago que había traído monitos y se me ocurrió lo del mono y el cuento, y ahí lo escribí de un tirón. La antología nunca se publicó, pero siempre le estoy muy agradecida a Fernando, porque lo escribí y lo terminé en un mes. Después lo leí en el grupo de taller de esa época y una de mis alumnas me dijo: «El cuento está muy bien pero le falta algo en el final». Y tenía razón, así que le agregué la frase en que quedan congeladas, la nena y la señora Inés, con la plata. Esa escena se la agregué por una sugerencia de una de mis alumnas.

—Tu narrativa en general está traspasada por la falta de libertad, la dictadura, los miedos. ¿Aparece el miedo en tu nueva novela?

—Sí, sí, en esta novela también aparece. La dictadura aparece concretamente en El fin de la historia, en Zona de clivaje es otro conflicto. Conflictos que de alguna manera me mueven. Es decir, nunca negué mi edad. Una de las cosas que pasaban en mi época es que las mujeres no tenían fecha de nacimiento. Me enojaba muchísimo porque, en realidad, si negás tu fecha de nacimiento, estás negando las experiencias que tuviste. No es lo mismo que diga “Cuando tenía 15 años, ocurrió la revolución cubana” que decir «Mi mamá me contó que había una revolución en Cuba». Entonces la edad es muy importante, y creo que uno siempre es nuevo para su edad. En esta última novela que escribí, por supuesto que también aparece la cuestión de la edad, de la misma manera que en Zona de clivaje es la pérdida de la adolescencia, los 30 años. Trabajé de adolescente mucho tiempo, fui la menor en mi casa, en el grado, en mi generación, en la revista y hubo un momento en que me di cuenta que ya no era más la menor. En el momento que ocurre es muy raro así que fui familiarizándome con las distintas edades y soy amiga de mis edades. Ahora estoy viviendo la experiencia de tener 80 años, ni yo lo puedo creer.

—Liliana, ¿es el cuento un primer amor para vos?

—Es primero y es eterno. Lo amo como lectora y como escritora. Escribí y publiqué mi primer cuento cuando tenía 17 años en El Grillo de Papel. Me sentía sobre todo cuentista. Se me cruzó, cuando tenía 20 años, un tema de cuento y pasó algo muy raro: en lugar de avanzar hacia el final como suelen avanzar los cuentos, me iba a los costados y hacia atrás. Y cuando ya llevaba como 60, 70 páginas, quería que ese cuento estuviera en mi primer libro. Abelardo Castillo, que era implacable -le debo mucho, fue un gran maestro- me dijo «Te animás a que esto alguna vez sea otra cosa o sacrificás todo, lo reducís a 10 páginas y lo publicás en el libro». Y como yo quería que estuviera en el libro, escribí un cuento con esos personajes: “Las monedas de Irene”. Y ahí empezó a crecer esa novela. Pero para mí la cuestión de la edad en ese momento era una cosa muy conflictiva. Cuando se me ocurrió como cuento, la protagonista tenía 27 años, y yo tenía 20. Y empecé a intentar crecer con eso, pero en realidad -no lo veía con la claridad con que lo voy a explicar ahora- me faltaba experiencia literaria y experiencia personal para escribir lo que quería hacer. Después luché durante mucho tiempo hasta que pude escribirla, y mientras luchaba e iba descubriendo cómo se escribía una novela, sentí que era una cuentista a la que se le había cruzado un tema de novela. Mi idea es que los cuentistas, si se les cruza un tema de novela, pueden escribirla. No siempre un muy buen novelista puede escribir un buen cuento. El que sabe escribir un cuento se las arregla con eso. 

—¿Qué cuentistas leés? 

—Estoy rodeada de cuentistas que también han sido mis alumnos y que escriben unos cuentos realmente bellísimos, maravillosos. Están ahora acá y están en todas partes y yo los quiero muchísimo. Leo cuentistas actuales. Creo que tengo mucho de la narrativa norteamericana. Creo que en Estados Unidos se dan cuentistas realmente excepcionales, como Flannery O’Connor, Cheever, Salinger, Carver, Hemingway, todos son grandes maestros. Siento que mi narrativa se vincula mucho con la narrativa norteamericana.  El cuento moderno, tal como lo conocemos, tiene tres grandes puntales: Poe, Maupassant y Chejov. Por ejemplo, Abelardo Castillo viene de Poe. Yo, de Maupassant. Siempre fue el gran maestro. Incluso cuando por ahí estaba luchando con un cuento y no lo encontraba, iba a Maupassant y leía “El papá de Simón”. Decía: esto es un cuento. Me gusta también Alice Munro, que escribe cuentos que son más largos, tipo nouvelles. Alejandra Kamiya, es una cuentista impresionante. Samanta Schweblin, excepcional. Hay un error editorial en creer que el cuento no vende: no es cierto. Este es un país de cuentistas excepcionales. Nuestro escritor canónico por excelencia, Borges, nunca escribió una novela. Y grandes escritores como Roberto Arlt -que para mí es el mayor- escribió El jorobadito, que son cuentos excepcionales. Isidoro Blaisten era un enorme escritor de una originalidad increíble y su obra es cuentística. Entonces este es un país realmente que ha dado y sigue dando cuentistas notables.

—Tuviste un largo parate en tu vida literaria.

—Sí, tuve.

—¿Y qué hiciste?

—Sufrir (risas). Uno siempre tiene parates, no siempre está escribiendo. Pero cuando uno ya tiene un proyecto, aunque esté caminando por la calle o viaje en colectivo, uno siente que está escribiendo. Y cuando uno termina un libro, también hay como un parate, pero eso es una vacación que uno se permite. El más fuerte que tuve fue entre el 2001, en que publiqué La crueldad de la vida, y el 2011. Después del 2001 sí publiqué un libro que amo, de entrevistas, Diálogo sobre la vida y la muerte. Pero no había caso, no podía engancharme con ningún cuento. Fue un parate largo y al principio no, pero después me empezó a provocar cierta angustia no escribir. A fin del 2008 decidí que yo ponía, con toda la felicidad del mundo, mucha energía en el proceso creador de otros y que me tenía que tomar unas vacaciones de los talleres. Por suerte me invitaron a dar un seminario en la Universidad de Virginia, me pagaron mucho, entonces me bequé durante un año y medio y ahí fui encontrando los cuentos que después fueron La muerte de Dios. Todo eso lo escribí creo que en un año, pero estuve muchos años sin poder terminar nada. Cuando te pasa eso te planteas «¿y si nunca más puedo?», porque puede ocurrir y no hay ninguna garantía. Pero bueno, se ve que pude. Y también una época muy compleja fue la de la pandemia, con muchas enfermedades y muchas cosas pero pude enganchar. Así que ya ahora veremos qué pasa, qué me depara el futuro.

—Y vamos a esperar los cuentos.

—¡Van a llegar! Tengo algunas ideas ya, pero ahora me voy a dedicar a hacer la revisión de la novela, y después ya veremos qué pasa en el futuro.

—¿Puedo preguntarte el título de la novela?

—Sí, el título lo puedo dar. Se llama Noticias sobre el iceberg, ¿está bueno?

(Todos los presentes, al unísono): ¡Síiii!

—Qué bueno, ¡lo puse a prueba!

Deja un comentarioCancelar respuesta

Descubre más desde Eterna Social Club

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

Salir de la versión móvil
%%footer%%