Para culminar el año 2022 de nuestro ciclo Eterna Social Club, la entrevista número cincuenta nos encuentra recibiendo la visita especial del escritor chileno Alejandro Zambra.
Zambra nació en Santiago de Chile y ha publicado las novelas: Bonsái, La vida privada de los árboles, Formas de volver a casa y Poeta chileno; el libro de cuentos Mis documentos, las colecciones de ensayos No leer y Tema libre y el particularísimo Facsímil. Sus novelas han sido traducidas a veinte lenguas, y relatos suyos han aparecido en revistas como The New Yorker, The Paris Review, Granta, Harper’s y McSweeney’s. Fue becario de la Biblioteca Pública de Nueva York y ha recibido, entre otras distinciones, el English Pen Award, por la edición inglesa de Formas de volver a casa, y el Premio Príncipe Claus, en Holanda, por el conjunto de su obra. Actualmente vive en la Ciudad de México.
Su última novela, Poeta Chileno, no llegó a presentarse en Argentina por haberse editado cuando la pandemia de COVID se encontraba en pleno apogeo. Aprovechamos esa circunstancia para hablar sobre ella con su autor. El aplauso fue instantáneo: Zambra tomó asiento y la terraza toda de Eterna Cadencia estalló en una ovación cerrada, efusiva. Así se le da la bienvenida a un verdadero poeta chileno.
Por Lala Toutonian
—¿Cuál es el origen de Poeta Chileno? ¿Cómo surge?
—Siempre estoy armando proyectos y a veces siento que no los puedo materializar porque necesito generar nuevos proyectos. Así es como estaba metido en varias cosas simultáneamente, sin saber hacia dónde ir, pero especialmente estaba en la mitad de otra novela –que espero retomar pronto–, muy convencido de que por muchos motivos, esa novela era el libro que me parecía que tenía que escribir. De pronto se me apareció de nuevo este proyecto que ya existía larvariamente y que finalmente terminaría siendo Poeta Chileno. El origen de la novela es una escena del primer tercio que transcurre en el supermercado, cuando le preguntan a Gonzalo cuál es la relación que tiene él con Vicente, él no sabe qué responder, entonces vacila y finalmente dice: “Amigos” y luego le da rabia. También está conectado con una novela mía muy vieja que se llama La vida privada de los árboles en donde el protagonista también es un padrastro. Luego de escribirla, me quedé pensando mucho tiempo –por muchos motivos–, en la palabra padrastro. Al visualizar y recordar esa escena, pensé tarde: es un poeta. Porque un poeta siempre está luchando con las palabras. En este mismo momento hay poetas luchando con las palabras, aunque nadie lo sepa, aunque no sea visible, hay alguien ahí con su obsesión. Esa obsesión de legitimar una palabra, derrotar a una palabra o crear una nueva palabra. Es un poeta porque está luchando y no necesariamente va a ganar. Hay ahí una belleza, un poderío y un compromiso con otro tiempo. Un tiempo subterráneo que no alcanzamos a experimentar, pero que muchos necesitamos, que es el tiempo de la lectura y el tiempo de la escritura, que rompen la tiranía cronológica.
—Poeta Chileno es también el primer libro que publicás fuera de Chile ya radicado en México con tu familia. ¿Cómo se escribe “en chileno” cuando uno ya empieza a vivir otra forma de la lengua castellana?
—Hay un sentimiento de amargura que de pronto descubrí en mí. Aunque todo este desplazamiento era completamente voluntario y estaba vinculado a la alegría, de pronto me hice la pregunta “¿En qué clase de chileno me voy a convertir?”. No quería ser el chileno que vive afuera y cree entender todo lo que pasa en su país, ni el chileno que se siente dolido con su país por una especie de herida abstracta. Con esa pregunta sentí el despunte de la amargura y creo que está súper vinculado con lo que me dices: con que estaba perdiendo mi lenguaje. Igual lo de perder una forma de hablar es más complejo, porque al perder tu forma de hablar, en realidad la recuperas o la conoces por primera vez, ¿verdad? Sólo cuando una palabra no funciona y viajas al país de al lado o a otra dimensión del español y hay un problema de código, ahí recién cachas que esa palabra era tuya. Entonces yo tenía estos cortocircuitos, que aún sigo teniendo seis años después, y eso despierta un conocimiento atractivo, también. Pasa con palabras muy poco importantes, en teoría. Por ejemplo, si ustedes invitan a un chileno a una fiesta y el chileno responde: “De todas maneras voy” eso quiere decir: por supuesto. Es bien raro (risas). También está el “luego” chileno, que significa inmediatamente. Los chilenos preguntamos “¿Puedo ocupar el baño?”, esa es nuestra manera habitual de pedir para ir al baño y sólo cuando tu amigo argentino o colombiano te mira un poco raro, como si “ocupar el baño” fuera “Este quiere entrar al baño, cerrar la puerta con llave, poner una banderita chilena y no salir nunca más de ahí” (más risas). Así que en ese momento me dije “Ésta es la novela”, porque sentí como la anticipación del placer de escribirla. Fui muy feliz escribiéndola. Lo pasé muy bien. En parte porque pensaba yo –y quizás tengo razón– era la última vez que iba a experimentar mi lengua en esa dimensión. No sé, ahora mi hijo tiene cinco años y yo tiendo a hablar como él. Esa será mi manera de hablar en el futuro: hablar como él, que habla mexicanísimo. Agradezco tener un problema así a los 47 años. Volver a hablar, discutir el lenguaje, es muy nutritivo porque aparecen dimensiones que no sé si daba por cerradas, pero sí que creía dominar y me doy cuenta que no. Entonces estaba ligado a la distancia en forma literal este proyecto. Estaba en mi carpeta de proyectista hace mucho tiempo, pero fue adquiriendo esa forma porque es la primera vez que asumo directamente el deseo de representar las repeticiones de la vida cotidiana.
—¿Por qué el título Poeta Chileno?
—No tengo cómo justificar que se llame así, pero cuando apareció poeta chileno dije “Ya. Se llama así y se acabó el problema del título” (risas). En algún momento anterior pensaba en algo así como Los repitentes, porque esa es una matriz que me interesaba mucho. Repite curso, repite relaciones, se da la posibilidad de recuperar un vínculo… Me interesaba representar las repeticiones de la vida cotidiana, pero hacerlo con su ritmo, su lógica, su gramática y –como novedad– me interesaba representar la conversación. Mi idea del narrador era ese que se queda como en el umbral, que te viene a dejar algo y te empieza a contar una historia y tú le dices “Pasa, siéntate”, y él responde “No, no” y continúa hablando y contando su historia, entonces ese largo relato está siempre ahí, como en el umbral. La otra idea era la del narrador anfitrión, que te llena la copa permanentemente para que no te vayas, entonces nunca tienes oportunidad de irte. Esas eran dos figuras ligadas a la conversación que me interesaban muchísimo.
—¿Cómo compusiste los poemas para los personajes de Gonzalo y Vicente? ¿Cómo se escribe un poema malo adrede?
—En el año 96 murió mi abuela paterna y la sepultaron en un cementerio parque de Santiago. Yo nunca había ido a uno. Me impresionó mucho esta especie de cancha de golf. Hay personas que tienen solo la lápida y que de forma muy decidida disimulan la muerte. Es un jardín con unos árboles espectaculares, hermosos. Entonces me pareció chocante eso de comenzar la simulación de la muerte, pero a la vez más que disgustarme me interesaron y empecé a ir muy seguido hasta que llegué a esas tumbas que tienen molinillos de viento. Empecé a mirar, concentrarme en esas tumbas que seguramente siempre estuvieron ahí, pero yo no había prestado atención. Esas lápidas están llenas de juguetes, peluches, remolinos (en Argentina los llaman molinetes o molinillos de viento) y toda clase de figuras que de algún modo comunicaban que efectivamente eran algo que al niño en vida le gustaba. Algunos juguetes se veían usados y me pareció casi insoportable la experiencia y lo más desgarrador que podía imaginar. Entonces empecé a escribir un libro de poemas sobre eso en el año 1994. Sobre todo quería escribir un poema sobre esas imágenes que vi de niños saltando entre las lápidas y jugando. Me preguntaba yo por el significado de esas contradicciones: niños jugando entre lápidas y pasándolo súper bien. Nunca pude escribir ese poema en muchísimo tiempo. Sólo cuando me puse en esta situación, con la novela Poeta Chileno, de escribir los poemas de los personajes, de pronto apareció este poema y lo escribí en cinco minutos. En realidad no fueron cinco minutos sino veinte años, porque eso es lo que tardé realmente en escribir ese poema. Creo que sólo lo pude escribir cuando estaba en el lugar de Gonzalo, el protagonista de Poeta Chileno. Luego ese poema tuvo muchas consecuencias en la trama. La novela era bastante distinta hasta que ese poema fue escrito y hay muchas cosas que mucho tienen que ver con ese libro falso, que precipita un libro verdadero y aparece este poema hacia el final de la novela. Muchas cosas desembocan ahí, de la relación de Gonzalo y Vicente. Entonces fue muy importante ese juego, esa decisión de poner pedacitos de texto. Escribí muchos más de los que aparecen ahí. La verdad es que yo toda la vida he escrito malos poemas (risas) y creo que lo seguiré haciendo.
—No te creo que escribas poemas malos (risas) pero debe tener mucho peso toda la enorme historia chilena al respecto. Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Ruidobro… ¿Es una carga eso para los poetas? ¿Cómo lo reflejaste en la novela?
—En la novela, Gonzalo entra a la poesía verticalmente, por el mito de la poesía chilena que es muy importante en Chile. Es difícil vivir lejos del pasaje Pablo Neruda, de la Avenida Gabriela Mistral, de la Caja de Compensación Gabriela Mistral, de la Universidad Gabriela Mistral, etc. Es así. Todo se llama así. Y a cualquier chileno que le preguntes si la poesía en Chile en buena, va a decir que sí. Y si dice que no, probablemente es poeta (risas). Pero sabemos que hay muy buena poesía en Chile, aunque no leamos poesía. Eso es algo que está en el mito fundante. Son todas historias muy distintas, pero que tienen una aproximación al pueblo de las clases bajas y medias, salvo Vicente Ruidobro, un poeta que nos interesó mucho a todos y que era un aristócrata loco. Las biografías son muy impresionantes, de enfrentar dificultades, de esforzarse, de un talento que parece fuera de serie, entonces nos criamos con ese mito y los que nos dedicamos a la poesía, creo que éramos sensibles a esa mitología. Justo en estos días creo que se estrena en Netflix una nueva versión chilena del cartero de Neruda, sería la tercera versión de “Ardiente Paciencia”, ahora realizada por Rodrigo Sepúlveda. Es la historia de Neruda, quien le escribe los poemas al cartero para su amada. Decía Wislawa Szymborska, que no hay nada menos cinematográfico que el trabajo de los poetas. Dos poetas discutiendo un poema también es algo muy difícil de entender para alguien que no escribe poesía. Es increíble como en Chile fue muy importante la farándula poética. Las discusiones feroces de Neruda y de Pablo de Rokha con la prensa, o la lucha entre ambos por ser el poeta oficial del Partido Comunista. En el año 90 o 91, en el comienzo de la transición, cuando había mucha historia que contar y que leer, el libro más vendido era La guerrilla literaria: Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda de Faride Zerán, una periodista de izquierda muy importante, que escribió este libro sobre las peleas de los poetas de los años 40 en adelante, o sea que es un libro básicamente de insultos entre unos y otros. En la novela, Gonzalo recibe este mito así, verticalmente, onda angustia de las influencias y Titanes en el Ring (risas). Como un poeta que está jugando la lucha canónica. En cambio Vicente, recibe la poesía casi involuntariamente, porque encuentra unos libros y le pasa lo que a todos nos pasó también: lo mira y no entiende, no lo entiende, hasta que de pronto lee un poema de Gonzalo Millán sobre una arveja solitaria en un rincón del refrigerador y dice: Yo he visto esto, yo conozco esto, yo me he fijado en esa arveja sola en un lado en el refri, y resulta que ¡hay un poema sobre eso! Hay un tipo cuyo trabajo consiste en registrar imágenes como esa que yo también he visto. Así entra a la poesía. O sea, le deslumbra esa posibilidad de que lo que es completamente inútil, y que pareciera incluso imposible de ser comunicado, sea materia de un poema. Vicente, creo yo, entra de una manera más pura a la poesía. No tan sensible a esta mitología de la poesía chilena, aunque la conoce también.
—Esa escena que nombrabas como el origen de la novela, la del supermercado, cuando le preguntan a Gonzalo su relación con Vicente… ¿Por qué será que nos cuestan tanto las palabras como hijastro o padrastro? ¿Suena despectivo como poetastro?
—Es despectivo gramaticalmente. Hay palabras que han trascendido ese ámbito, que eran despectivas y pierden esa capacidad, pero hoy en día sigue habiendo muchos padrastros y madrastras malas. Eso me interesó mucho en un punto. Es una palabra para designar una realidad que existe desde siempre, pero en las familias en general cómo lo solucionan: se llama por el nombre propio y evitan la palabra, pero hay otras familias que sí legitiman la palabra y la usan. En mi libro La vida privada de los árboles sí se usa la palabra hijastra y padrastro sin ningún problema, y cuando yo fui padrastro –que supongo que es una categoría que nunca se pierde, porque sigo siendo el padrastro de mi hijastra– usábamos la palabra sin problema. Megan McDowell, que es una de mis mejores amigas, me decía que cuando llegó a Chile a vivir -ella tiene una madrastra y un padrastro-, la gente le decía: “No uses esa palabra”. Es una palabra que suena fea y es muy cargada de sentido. Por supuesto que cada uno lo resuelve a su modo. Luego también el padrastro no necesariamente confía en otros padrastros. Digo “no necesariamente”, pero si encuentra a alguien en esa situación y son amigos, van a hablar de eso. Es una relación muy específica, que tiene un guion muy raro. En general sucede que uno sale con alguien y ¿qué pasó? Tiene un hijo, y eso no es necesariamente una buena noticia en sí misma, pero te gusta tanto esa persona que sí, ok, la aceptas. Entonces empieza ese juego en el que el pololo o la polola se va a las 5 de la mañana para que no sepa el niño, hasta que un día ya se queda y prepara el desayuno, y resulta un desayuno sospechosamente rico y abundante, entonces el niño empieza a sentir y presentir que ahí hay una presencia más definitiva. Por lo general no hay ritos, salvo que se casen, pero por lo general no hay ritos. También pasa algo muy decisivo –no sólo en mi novela, sobre todo en la vida–, y es que el adulto se da cuenta que no sólo está entregando amor, sino que también lo está recibiendo y es un momento muy cargado, porque sabemos que las relaciones entre adultos pueden terminar, pero no se educa a un niño para abandonarlo, entonces se vuelve todo muy vertiginoso y profundo, y de pronto ni siquiera lo pensó tanto y empieza a construirse una familia y das seguridades, enseñas cosas, te preocupas de que coma bien, etc. Es muy impresionante para mí ese vínculo.
—Gonzalo dice: “No sé qué soy, un hermano mayor, un tío indulgente, un payaso puertas adentro” ¿Todo esto es un padrastro? No se ve ninguna connotación despectiva, todo lo contrario.
—Yo siempre he sido un payaso puertas adentro. Incluso cuando vivo solo (risas). La connotación negativa es externa, en el interior de la relación no lo es, simplemente lo que no se quiere es insertar esa palabra, no se quiere vincular con esa forma de legitimación del lenguaje. El lenguaje no sirve para legitimar esa relación. Esa es la sensación. Hay una escena ridícula en la novela en la que después de una pelea, Gonzalo está un poco borracho y se empieza como a pelear con el diccionario y descubre que la segunda acepción de la RAE significa que el padrastro es un padre que trata mal a los hijos y que la tercera es un trozo de piel que se levanta alrededor de la uña y provoca dolor. Entonces para el lenguaje la palabra también es eso. A mí me interesaba esa discusión porque es una discusión sobre legitimidad y todas las discusiones actuales tienen que ver con legitimidad. El padrastro y la madrastra empiezan las discusiones sobre legitimidad, perdiéndolas. Están ahí en esa situación intermedia. La paternidad y maternidad biológica tienen sus explicaciones y misterios. Sería muy fácil explicarle a los extraterrestres la paternidad adoptiva, que para mí es la más hermosa: “Mira, hay un niño ahí que lo abandonaron y otros adultos se hacen cargo de él”. Pero la situación de padrastro y madrastra es muy difícil de describir y siempre tiene un relato, porque no son realidades nuevas. Cuando escribí La vida privada de los árboles todavía sentía que eran realidades nuevas. No en el sentido de que antes no existieran, sino que se estaban empezando a vivir de otra manera. Pero, bueno, escribí esa novela en el año 2006 y luego seguí pensando en esa palabra y me preguntaba por qué no existe otra palabra, y esto forma parte de un tema mucho más general, que es cómo nos vinculamos con el lenguaje en un momento en que muchos aspectos ese lenguaje no nos satisface.
—Quizás la verdadera historia de amor sea la del padrastro y el hijastro, mucho más que la de Gonzalo y Carla, porque la poesía tiene mucho que ver en esa relación y la poesía es amor.
—Claro, es que funciona en varios niveles ese vínculo entre Gonzalo y Vicente. Creo en lo personal, uno de los orígenes de la novela, fue en un momento que yo volvía a Chile y al bajarme del avión, pensé que sentía una emoción muy similar a propósito de ver a mis padres, que a propósito de ver a mis amigos. Al final los amigos se vuelven la familia y eso es muy decisivo en la vida. Hay experiencias que no tenían nada de importancia para mí –porque no las conocía–, y las vivieron mis amigos y pasan a ser mías. Mi mundo literario sigue siendo el de la poesía, porque esos son mis amigos desde hace 25 años. En el mundo literario –por más mala prensa que tenga– es muy solidario. Pude conocer a los poetas que admiraba y trabajar con ellos. Con Parra y Gonzalo Millán, dos poeta que ya admiraba muchísimo antes de conocerlos. Entonces se genera un diálogo que rompe las generaciones, y es un mundo un poquito menos tonto y menos clasista que genera una respiración en el interior de la sociedad, entonces ahí, esta idea de “familia literaria” y “familiastra familia” se me juntaron también. De pronto dos poetas hablando de si leíste a este o a éste otro o qué opinás de la antología de no sé quién, se parecen mucho a dos personas hablando de fútbol. Hay un momento en la novela que me gusta mucho, y es un momento en el que Gonzalo y Vicente podrían dejar de hablar, antes de llegar a la escena final, pero encuentran en el baile de nombres una posibilidad de diálogo, eso de si leíste esto o esto otro, y ahí no son necesariamente maestro y discípulo o padre e hijo, sino dos poetas chilenos de distintas edades hablando de poesía.
—Es interesante lo que contabas antes de la guerrilla de los poetas, ¿cómo se pelean dos poetas?
—No sé cómo se pelean los poetas, yo soy un narrador (risas), no se puede cambiar de equipo (más risas). Puedo decirte entre narradores y poetas. En nuestro mundo de ese entonces, la novela –sobre todo la novela contemporánea como Poeta Chileno–, la novela que está en la librería, la despreciábamos profundamente. También un poco por plata, porque leíamos toda la poesía que pudiéramos y nos interesaba lo mismo la más antigua y la que estaba escribiendo tu compañero de banco. Cuando apareció internet, y recuerdo que fue el año 1998 en el que me conecté por primera vez a internet, lo primero que hice fue buscar poesía. En el fondo la poesía era algo que no tenía que ver necesariamente con el libro, entonces a las librerías íbamos sólo si encontrábamos algo barato. Leía mucha narrativa, pero muchos clásicos. Tenía como ese sesgo. Había un desprecio –y quizás con razón– que los novelistas eran personas que pasaban mucho tiempo sentados, y luego también la síntesis. Hay una carta, que en la novela la refiere Gonzalo, que me da mucha risa, muy arrogante del poeta Ezra Pound al escritor William Carlos Williams, en la que le explica estos poemas breves que escribía Pound al comienzo de su trayectoria, y le decía: “Mira, yo escribo la pura parte buena de las novelas. Como una novela, pero sólo la parte buena escribo yo, y el resto que se lo imagine el lector”. Una arrogancia absoluta. También está la frase que cito en la novela del Chico Molina, un poeta chileno, que decía “La novela es la poesía de los tontos”. Tenía que ver con la síntesis. Por qué escribir una novela de mil páginas si podía poner todo en un poema, ¿no? Ese fundamentalismo yo no lo comparto porque de verdad dejé de creer en los géneros literarios. En mi caso, la decisión de qué leer no tiene nada que ver con el género literario. No es que no los vea, sino que simplemente uno se vuelve más abierto, de pronto ya no estás leyendo por algún motivo extra literario, lo que quieres es cierta intensidad. Entonces, ¿cómo pelean los poetas? Igual que las demás personas: insultándose (risas). Había una noción de duelo verbal entre estos poetas, pero era bastante brutal, no era una cosa edulcorada, ni había turnos de habla. Pero después de todo era una comunidad. Yo no sé de dónde viene la figura del poeta en Argentina, porque Borges es un caso aparte en la literatura universal, pero por ejemplo en México, el poeta por antonomasia es Octavio Paz y él es un intelectual, en cambio en Chile la idea del poeta es más parecida a la del librepensador, el sujeto que está afuera, que vive en la playa, que ve la realidad de una manera distinta y alguien a quien se puede acudir. En pandemia, entrevistaron a varios poetas. Le preguntaban a Claudio Bertoni, por ejemplo, cómo estaba viviendo todo eso. Se recurre al poeta como alguien que podría dar una mirada distinta y a la vez alguien que hace de la vida una posición política, también. En Chile, el poeta no es un intelectual, muy rara vez lo es. En Chile los poetas son –iba a decir “somos”– (risas) agentes culturales, dan talleres, crean una masa crítica subterránea importantísima, están en contacto con las comunidades, porque el poeta siempre tiene que hacer algo más para vivir: es profesor, trabaja en comunidades directamente, etc. Hay algo muy inestable ahí, a pesar de todo el mito.
—Ibas a decir “Somos poetas” y te corregiste por “Son”… ¿Cuánto de tus obsesiones hay en Poeta Chileno?
—No lo he cuantificado, pero sí, claro que hay. Y, bueno, ese “somos” (risas) es que yo escribo poesía y en el libro nuevo hay poemas incluso, pero pasa que Poeta Chileno es una novela, e incluso creo que es “la más novela” de las que escribí y probablemente escribiré, pero su origen es un balbuceo en relación a la palabra padrastro y en relación al final, que no voy a contar acá, por las dudas. Gravitaba en mí algo como de la sensación final. Entonces, para decirlo sin decirlo, sentía que en la novela todo lo que había antes de ese final, era ese pasado que de algún modo recae sobre dos personas hablando en un momento determinado. No es exactamente una epifanía. Es ese momento en que dos personas están hablando y aparece el pasado casi de una forma física, y pesa y esa pesadumbre construye también una ligereza. Había algo con el peso y la ligereza que nunca pude escribir sino hasta el final –valga la redundancia–, cuando ya tenía un primer manuscrito, ahí recién lo escribí, pero lo imaginé desde un principio, tanto que me lo sabía de memoria. Cuando lo escribí, ya lo había escritor de algún modo en la cabeza, y lo usaba también como criterio, porque cuando no sabía cómo seguir, me iba imaginariamente a ese final, me empinaba y miraba el momento presente y ahí siempre sabía qué hacer. Es medio esotérico lo que estoy diciendo (risas). Es que es una novela de la abundancia, de la repetición como decía antes, y sabía que había ahí una trenza que tenía que ver con el ritmo de la vida, pero solamente el criterio me lo daba ese ir al final y mirar hacia atrás.
—Zambra, ¿sos un tipo melancólico o nostálgico?
—Soy melancómico (risas). Me parece una pregunta muy personal, es casi un diagnóstico psicoanalítico lo que me estás proponiendo (más risas). Me interesa la definición de melancolía porque nunca sabemos muy bien lo que estamos diciendo al decirlo. En esta novela había más nostalgia. Antes lo mencioné mal como indicio de amargura, pero es más nostalgia. Esa nostalgia puede ser muy paralizante, yo pensaba que eso iba a movilizar la nostalgia, que la iba a convertir en algo que si bien no dejaba de ser nostalgia, se podía bailar.
—Más allá de que nuestra charla esté centrada en tu novela Poeta Chileno, me gustaría leer algunas líneas de tu primera novela, Bonsái, porque creo tiene uno de los mejores inicios de novela. Este ejercicio literario, de juego de palabras que hacés en Bonsái también está presente en Poeta Chileno. Dice así: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”, ¿cómo es Bonsái?
—Pasa que Bonsái es una novela de montaje, es muy distinta, por ejemplo, a La vida privada de los árboles, que es mi novela regalona, más sinfónica, más de noche tras noche, más vinculada a su comienzo. Bonsái es una novela que escribí a lo largo de mucho tiempo. Es ridícula la cantidad de páginas que tiene en relación al tiempo que me llevó escribirla (risas). Pero en el fondo creo que la novela salió de un deseo. Es muy de montaje. Podría decir que la escribí muy rápido también, esas contradicciones, porque en algún momento “la vi” y cuando la vi empecé a juntar pedazos. Entonces, sinceramente, no sé cuándo escribí ese comienzo (risas). Sí puedo decir que estaba vinculado a la literatura que más disfrutaba en ese tiempo –tal vez la que todavía más disfruto, aunque cambia de forma o de autores–, que eran Macedonio Fernández y Juan Emar, un escritor chileno muy en esa órbita y muy poco conocido por desgracia, y que tenía esos tonos, ese sentido cálido de la ironía. Luego también había cosas que me resultaba ridículas de escribir en la novela, como los nombres de los personajes, entonces esa frase: “Pongamos que ella se llama así…” es un poco ese reflejo de cierta extrañeza. También es el gesto inicial de decir: si te interesa una novela que se valida en la acción y en la trama, éste no es el caso –aunque suene un poco feo decirlo así–, porque lo que me interesaba era la atmósfera y los sentimientos ligados a la atmósfera. En realidad no sé si estoy inventando lo que te digo porque pensé eso después, ante una pregunta como la tuya. (Risas)
—¿Dónde está para vos el placer de escribir?
—Creo que el placer de escribir está muy vinculado al momento en que los planes se modifican y no sabes muy bien qué vas a escribir. Yo creo mucho en eso todavía. Lo digo en general. No es sólo ya escribir en esto de escribir novelas. El otro día se me ocurría el ejemplo más prosaico: una carta de reclamos. Ustedes quedan en reclamar por algo que pasó y se sientan a escribir y no saben exactamente qué carta saldrá, qué palabras van a usar y qué ritmo. Es el mismo desafío. Hay un momento muy placentero en que está resultando algo, pero no era exactamente lo que habías pensado. Pasa con toda la escritura, no sólo la literaria, en donde de pronto las palabras logran hacer algo. Cuando resulta, sientes un placer, pero el resultado no tiene mucho que ver con los planes, porque no sabías cómo iba a resultar eso, cuál iba a ser su coloratura. Bonsái fue especialmente así.
—¿Por qué Bonsái, especialmente?
—Porque al principio era como un libro de poesía. La poesía para mí en algún momento fue el objeto de deseo, y yo era más bueno para contar historias, desde antes, desde chico, pero no quería contar historias. Entonces recuerdo cuando escribí las primeras páginas de Bonsái, no justamente el primer párrafo, pero sí las primeras páginas, en donde están estudiando para una prueba y hay un vínculo amoroso que se insinúa, luego me acuerdo que las leí y dije “Es malo” (risas). Es muy ligero. Luego me di cuenta que había una posibilidad de sacrificar un poquito la complejidad pero con la simpleza máxima. En Bonsái era como sobrevolar un sentimiento que está vinculado a estos árboles torturados, alambrados, que manipulas, que controlas y por supuesto todo eso está en la novela, está la represión. Sentía un poco eso, que éramos como árboles a los que habían obligado a crecer derechitos.
—El que escribe o el que lee vive una soledad muy disfrutada. Tal vez ser escritor sea la profesión más solitaria del mundo, ¿estás de acuerdo con eso?
—No (risas). No, porque creo que los trabajos más solitarios son los trabajos que odias. En el fondo suena naive, pero si haces un trabajo que te gusta mucho, es casi la definición de felicidad o de no infelicidad. Recuerdo en la adolescencia me di cuenta que la gente tenía trabajos que odiaba. Eso me orientó mucho –no en mi vocación literaria, ni nada así–, pero sí sentí que eso era para mí algo así como un propósito. Luego, claro, tuve muchos trabajos. Dije: “Nunca voy a trabajar con traje y corbata”, por lo tanto muchas veces trabajé con traje y corbata (risas). Pero eso alimentaba una fantasía posible, así que no me amargaba en esos trabajos, al contrario, a los dos días era amigo de todos .¿Por qué? Porque veía ese peligro. Realmente es muy difícil concebir esa vida en la que llegas todos los días a la casa cansado, sin satisfacciones de ninguna índole. Eso es soledad yo creo. Como la que se siente de pronto en el metro volviendo a casa, todas esas personas que tienen vidas distintas, ahí sí hay mucha soledad. En cambio escribir es mucho más colectivo de lo que parece. Siempre está ligado a comunidades o debería estarlo. Ese es casi el único consejo que yo doy cuando me dicen “Mira yo escribo” o “Voy a escribir” siempre dijo: “Bueno, júntate”, busca tus interlocutores. Porque escribir es algo que se hace solo, leer es algo que se hace solo, pero la gente que escribe y lee, enfrenta la soledad de otro modo, de un modo menos angustioso creo yo. Nadie quiere estar solo. Se ve mucho en los niños, porque cuando empiezan a leer solos, es algo bien conmovedor, porque claro, están jugando. Los niños son profesionales del juego. Entonces lavarse los dientes es un juego, comer es un juego, levantarse es un juego. También nosotros hemos querido prolongar ese espacio de intensidad. Construir una intensidad que nos abrigue. Eso está muy vinculado a comunidades. Creo que son actividades que sólo parecen ser solitarias.
—Será que no le doy una connotación negativa a esa soledad del escritor y el lector que menciono.
—¡Pero es que eso que dices es bien importante! Son como zonas de resistencia a la soledad y al tiempo. Cómo estamos experimentando el tiempo es una forma muy enferma. No sólo es que falte el tiempo, sino que lo estamos experimentando de una forma muy intervenida sin darnos cuenta.
—Para terminar, te pregunto lo que todos acá, en el público, quieren saber: ¿vas a volver pronto a Argentina?
—Sí voy a volver. A mí me gusta mucho Argentina. Tengo muy idealizado este país. Nunca he pasado tanto tiempo como para desilusionarme (risas). La última vez que vine fue una experiencia muy importante –y dolorosa a la vez–, porque me estaba subiendo al avión con mi esposa Jazmina (N. de la R.: Barrera, escritora mexicana) y nuestro hijo de diez meses desde Santiago, y me llama Alejandra Costamagna (N. de la R.: escritora, profesora y periodista chilena) y me dice: “Murió Hebe Uhart”. Hebe Uhart era una persona generosísima, divertidísima, encantadora, genial y sabia. Con Alejandra y otros amigos como Diego Zúñiga (N. de la R.: escritor, editor y periodista), formábamos un grupo de chilenos que contábamos con la alegría de su amistad. Nos alegraba mucho, de verdad. Hoy día me estaba acordando de un día que llegó a mi casa y me dijo: “Che, Alejandro, ¿por qué todo el mundo en Santiago usa sombrero?” y yo le dije: “No es cierto, además es verano, quién va a andar con sombrero”. Y ella me dijo: “Yo me puse a mirar ahí en la Biblioteca Nacional, en donde sale la gente del metro, y en cinco minutos vi a cincuenta personas con sombrero, eso no es normal”, (risas). Traté de convencerla mucho rato de que no era cierto, que en Santiago no se usaba sombrero, pero de pronto empecé a dudar… Tal vez sí usamos sombrero (más risas). Entonces le pregunté: “¿Qué es un sombrero para ti?”, porque un gorro no es un sombrero. “No, no, sombrero, sombrero” me insistía ella y luego escribió una crónica que partía diciendo que en Santiago de Chile todo el mundo usa sombrero. Diálogos divertidos como esos con ella tuvimos muchos. Entonces la noticia de su muerte fue algo triste y desolador. Pero como justo viajaba para aquí, pude ir a su funeral al día siguiente con Jazmina, que era la primera vez que venía a Buenos Aires y en ese tiempo no había leído a Hebe. Entonces era todo un poco raro, pero también fue algo muy hermoso ver a todos esos alumnos, talleristas y amigos que la despidieron. Así que mi último viaje estuvo signado por eso. Esa fue la última vez que vine. Antes venía muy seguido y casi, casi, me estaba saliendo ya el acento (risas).
—Te sale el acento argentino, ¿verdad?
—Tengo un triunfo con eso, porque a mi hijo, en algún momento le hacía acentos sudamericanos. Había un peluche que hablaba colombiano y había uno que hablaba en argentino. No lo voy a imitar aquí, porque aún tengo el sentido de la vergüenza (risas) pero tengo una anécdota: un día fue a almorzar a casa Fabián Casas y cuando mi hijo lo escuchó hablar un rato, de inmediato le llevó ese peluche a Fabián “para que conversaran”, lo que significa que mi imitación del acento argentino era buena (risas). Así que sí. Voy a volver acá. Me gusta mucho este país. Es muy loco porque vengo de México a Argentina y ya me vuelvo de Argentina a México, sin pasar por Chile. Algo así como ir a tu barrio y no pasar a saludar a tu mamá.