—Un autor muy prolífico, veinticinco obras, ¿cómo es eso?
—No soy de muchas ideas. Soy más de que algo me llame la atención y empezar a escribir y que eso termine siendo una novela. Y bueno, se van juntando. Por lo general a esta altura de la vida tardo más o menos un año, un año y pico, para hacer la novela porque escribo todos los días muchas horas, y no sé, porque soy malo y entonces escribo mucho y los editores me odian.
—Tu última novela, La banda de los polacos, atraviesa la sociedad argentina, la vida en la villa, el trabajo, la cultura y hasta la política y la religión. Con picardía y guiños, pero la realidad cruda.
—Eso tiene que ver con que un día Luis Mey me pasó a buscar por casa en su coche, y no sé cómo salió la conversación de El Polaco, que es un cantante de cumbia. Y entonces él me dijo “él de chico vivió justo al lado de La Cava”, de la villa, y entonces me dijo que en la villa a todos los blanquitos se les decía polacos. Y ese fue el origen de la novela (risas). Al otro día, cuando me recuperé del vino que habíamos tomado, abrí un archivo y lo titulé “Los polacos” y empecé a escribir sin saber mucho lo que iba a pasar ahí. En realidad nunca sé mucho de lo que va a pasar en mis libros. Por ejemplo “Amores Enanos”, que es el que te divirtió tanto, pasó de la misma manera. Yo vivo en Constitución y de repente empezaron a aparecer por Constitución un montón de enanos caminando, incluso una pareja que iba siempre de la manito. Entonces un día me levanté y dije: tengo que escribir sobre esto. Me pongo a escribir y después salen cosas. En la primaria, mi mamá me decía que parara un poco mi imaginación. Se ve que nunca pudo pararla ni ella, ni mi maestra, por suerte. Para mí, los argentinos somos muy mentirosos respecto de nosotros mismos. Creo que el racismo en Argentina es muy importante y siempre creí que es una de las causas de nuestros problemas. De hecho, la política está armada en función del racismo: partidos más de blancos y partidos más de negros, entre comillas. Y se me ocurrió que era muy bueno una banda de blanquitos porque resulta que incluso todos esos partidos que supuestamente quieren trabajar la equidad de “los más oscuritos” siempre son liderados por gente muy blanca. Y el caso emblemático es Rosas, pero también Perón. Hay muchos en la historia argentina. Entonces me pareció que contar una historia de racismo en la villa con una pandilla vanguardista blanca decía mucho sobre la Argentina. Creo que mis novelas tienen -muchas, no todas- un trasfondo político. Pasa que a mí no me gustan las novelas explícitamente políticas, esa novela que tira una tesis. Me gusta trabajar literariamente lo que para mí son los problemas argentinos y universales, y la forma que encuentro por lo general tiene algo que ver con el humor, no un humor negro pero es un humor que a mí me gusta decir que es tipo renacentista. Es un humor que te puede obligar a levantar la cabeza y decir: ¿de qué me estoy riendo? Esa es mi intención al menos. Busco formas literarias para decir las cosas no explícitamente. Por ejemplo, en Más liviano que el aire, el chico está encerrado en el baño pero no habla y si no habla es porque esos chicos no tienen voz en este país. Entonces mi forma de decirlo no es decir “estos chicos no tienen voz” sino que no tengan voz directamente y, bueno, el lector que se dé cuenta se dará cuenta y el lector que no, no. Hay muchos lectores que después de leerla piensan que la vieja está loca y que ahí no hay ningún chico, lo cual está bien también. Pero mi intención fue otra. La intención y la lectura muchas veces no pegan, no se hacen amigos.
—Esto que decís trae un poco a cuenta uno de los pasajes de La banda de los polacos. Allí, uno de los chicos que adivinamos adolescentes, tiene sexo con el cura; y hay una forma casi humorística de tratar un tema que es un grito a cuatro voces: la pederastia de los curas. ¿Esto también lo hacés adrede?
—Odio la iglesia, no es adrede (risas). Pero sin embargo, la relación que arman el cura y este chico, es una relación bastante linda. Si surgen las cosas a propósito en los libros, no sé cómo es que me suceden, realmente. Me gusta pensar que mis personajes son autónomos y que hay momentos en los cuales hacen cosas que ni yo sabía que podían hacer. De hecho, en esta novela hice una cosa que nunca me animaba, algo bastante cervantino: el narrador, que en este caso es un quiosquero llamado Borges, le va adelantando mediante cosas medio extrañas, visiones. Algo que va a pasar.
—Es como un oráculo ese kiosco.
—Claro, pero es un oráculo que transmite exactamente lo poco que sé de cómo va a seguir cuando yo estoy escribiendo eso.
—¡Es tu propio apuntador!
—Exactamente. Y me gustó hacerlo, me gustó exhibir esa construcción que hago de mi libro. Sé muy poco de lo que va a pasar y en este caso, este señor va avisando mediante dichos un poco extraños lo que va a ocurrir en tres o cuatro páginas después. Me ha pasado muchas veces que un personaje dice algo y me cambia toda la idea que yo tenía sobre lo que iba a escribir. Siempre me acuerdo de esto: escribí una novela que se llama Fernández mata a Fernández (son todos Fernández), y al empezar un Fernández llega hasta el encargado de un edificio, que se llama Fernández también, y le pregunta por un hecho que ocurrió y entonces el señor en vez de contestarle por el hecho le dice “Soy gay”. Algo que yo no había pensado. Entonces eso me cambia toda la novela porque ya hay toda una trama gay. Y lo que hago es no cambiar eso. Lo podría cambiar tranquilamente, puedo decir “no, qué locura” pero me gusta porque me produce algún riesgo.
—Y es disruptivo en el texto, claro.
—Claro. Y me divierto mucho escribiendo, entonces me pasan esas cosas. Me divierto, hago humor, pero creo que mis novelas son muy serias, por otro lado. No sé, por ahí es una ambición, una intención.
—Son novelas serias.
—Sí, son todas muy serias. Pasa que se puede reír mucho, pero quiero creer que son serias. Soy muy amigo de Alfredo Bryce Echenique, para mí es uno de los grandes escritores de nuestro idioma. Empecé la relación con él a principios de los noventa. Yo había escrito una novela que se llamaba Prólogo anotado y había un capítulo dedicado a él. La leyó, me empezó a escribir, él vivía en Madrid, me mandaba unas cartas que eran diez hojas de cuaderno. Por mi relación personal con él, me pedía que le consiguiera, por ejemplo, la tesis de Wilde sobre el hipo, con la cual se recibió en la universidad de medicina y que era muy divertida. Yo trabajaba en la biblioteca del Congreso y era el único lugar donde se conseguía. Un día me tocó presentarlo en un evento y le pregunto públicamente si era importante el humor para él. Yo sé que lo era porque él me pedía esos textos. Además, le pregunto si era personal su literatura, que también sé que lo era, porque sus cartas eran muy parecidas a sus libros. Y entonces él se enojó y me dijo: “¡No, no! Mis libros no tienen humor y no tienen nada que ver conmigo”. Entonces a mí me gusta aclarar que mis libros son serios, aunque la gente piense lo contrario (risas). Porque eso lo aprendí de él y hay que defender la seriedad.
—¡Amores enanos! Es serio pero no, ¿alguna anécdota con enanos? ¿Les gustó, les ofendió?
—Bueno, cuando salió Amores Enanos, recibí una vez un email de un enano porque salieron campeones del mundo justo ese año.
—¿De qué?
—De fútbol. Fútbol de talla baja o algo así se llamó. Recibí otro email de China: hay un pueblo ahí que son todos enanos. Me mandaron fotos, no sé si es verdad, pero bueno, viste que ahora no se puede creer en nada.
—Entre la inteligencia artificial y las fake news… Debe ser parecido a la Ciudad de los Niños, todo chiquito.
—No, la foto que yo vi es más tipo una ciudad de duendes, con casas redondeadas.
—¡Como en Amores enanos!
—Claro, era muy lindo.
—Esta tarea de la narrativa, en medio de eso el ensayo, como señor académico que sos, ¿entra en el día a día?
—Yo fui académico.
—¿Se deja de ser?
—Sí. Yo hice un esfuerzo enorme porque básicamente no me gusta la tradición argentina de que el escritor tiene que ser un intelectual y que tiene que pensar cosas inteligentes todo el tiempo. Me gusta una cosa bastante más normal, que mis libros sean complejos en algún sentido, pero no mi forma de comunicarme. Entonces sí, paulatinamente me fui olvidando de lo académico. Tengo uno solo, algo que se puede parecer un ensayo, que es una lectura de El Quijote. Y digo que es algo que se puede parecer porque porque es un libro que cuando me lo pidieron -fue el único libro que en mi vida que hice por encargo, junto con otra adaptación del Quijote que también hice por encargo, las dos en el mismo año, en el 2004- este supuesto ensayo mío eran todas anotaciones de un taller que yo había dado de lectura del Quijote, pero no tenía ningún pie de página con “dice tal que tal cosa”. Es decir, hablaba desde un yo. Me acuerdo que eso salió por Seix Barral y mi editora decía “esto no es”. Y le digo “bueno, esto es, esto es lo que es”. Y lo corrigió Irene Cruz, que murió, y a Irene le encantó, ella hizo mucha fuerza para que sí me dejaran el tono y entonces salió tal cual. Pero es un libro que, por ejemplo, en algunas universidades lo usan, pero en otras está permanentemente prohibido. Por ejemplo en la UBA, acá, si vas con eso como bibliografía a un examen del Quijote, les resulta poco académico y entonces no lo aceptan. Eso también puede tener que ver con mi pasado en la academia. En algún momento pensé también en hacer un libro sobre Sarmiento, que me encanta su escritura, y después se me fueron las ganas porque me gusta más escribir novelas.
—Fuera de todo esto, cuáles son los consumos culturales de Federico Jeanmaire.
—Miro mucho a Racing.
—¿Es ficción?
—Sí, depende del momento (risas). El fútbol tiene mucho de ficción realmente. Fui mucho al cine. Leo, sí, obviamente leo mucho. Fui mucho al cine cuando era más joven que ahora, todavía, y después dejé de ir. Me aburrió el formato. Series no vi hasta la pandemia y me encantaba el hecho de no participar de las conversaciones sobre series, me sentía mucho mejor.
—Liberadísimo, claro, exento.
—Distinto, diferente. “Este debe ser inteligente porque no mira series”. No, y después me agarró la pandemia y obviamente… Ahora no miro tanto. No sé si es cultural lo que voy a contar, es una cosa bastante fea de mí, pero yo escribo casi todo el día, leo, escribo, y hay momentos en que dejo de escribir porque ya estoy grande y me cuesta, que es más o menos por la tardecita. En mi pueblo le decimos tardecita, no sé acá, a las seis, siete de la tarde. Y me gusta ver comedias románticas, por la tele. Puedo ver una comedia romántica quince veces, empezadas, no me importa, porque me gusta llorar, porque terminan muy bien o terminan muy mal. Me siento bien cuando termino de verlas.
—Y lecturas contemporáneas, ¿querés contarnos?
—Sí, a mí en Argentina me gusta mucho Gaby Cabezón. Me gusta lo que hace. Y me gusta mucho Martín Sancia Kawamichi. Sobre nuestros clásicos, Sarmiento para mí es fundamental. Y después, en orden de aparición, diría que me interesa mucho Eduardo Gutiérrez, que la gente mucha bola no le da. Borges obviamente. Me gusta mucho Marechal, que es raro, también. Me encanta Antonio Di Benedetto, me parece lo mejor de lo mejor. Me gusta Puig. Fui muy amigo y me gustaba mucho Angélica Gorodischer. Me gusta más la literatura que cruza algo, que se propone alguna cosa, que uno dice “está bueno esto y es raro”. Eso me gusta. Creo que la literatura hoy es un lugar donde se esconde gran parte del arte, donde sucede gran parte del arte, porque de hecho es el lenguaje más complejo hoy por hoy. No creo que haya otro lenguaje más complejo, salvo un partido de Racing (risas). Porque uno necesita un espacio, un lugar, un tiempo, una soledad, unas ganas de estar solo, de no dejarse intervenir por otras cuestiones que andan dando vueltas al lado de uno ¡y también leer! Leer con todo lo que significa leer. Para mí hoy vale la pena seguir escribiendo porque es como el lugar de la complejidad. Y yo supongo que va a haber un momento del mundo en el cual va a haber un montón de gente que se canse de lo simple, y como que va a volver. En algún momento va a volver.
—¿Qué sigue?
—Tengo terminado un libro que se llama La niña que leía sentada en el piso.
—¿Y?
—No, abrí un archivoy le puse “Último libro”.
—¿Así lo llamaste?
—Sí, fue cuando apareció todo lo de la inteligencia artificial. Pero hasta ahora lo único que escribí es “llueve” porque llovía en el momento que lo abrí (risas).
—¿Y pensaste sobre la inteligencia artificial?
—No.
—¿Te da un poquito de miedo?
—Me da, sí.
—Igual hay cosas que no duran mucho, que al final son más efímeras de lo que al principio parecen.
—Pero hay cosas que se quedan y son feas.