María Negroni: “Hay que prestar atención simplemente y seguir desobedeciendo”

—Empecemos, María, por tu último libro, El corazón del daño: ¿es una novela, una gran poesía larga?

—Es muy difícil clasificar, incluso hablar de un libro. En uno de los momentos del texto más relacionados con la literatura, cito algo en relación a esto: alguien le pregunta a un autor de qué se trata su libro y él dice “no lo sé”. Entonces le dicen “si usted no lo sabe, ¿quién lo sabe?”, y el autor responde: el libro. Y de alguna manera a mí me pasa lo mismo, me quedo yo misma desconcertada, no sé muy bien cómo hablar del libro. También podríamos contar la historia de Kafka: tiene un cuento que se llama “El gran nadador”: un campeón olímpico de natación que ha sido premiado y ha recibido no sé cuántas medallas vuelve a su ciudad de origen; hay como un acto donde están las autoridades, la gente lo aplaude muchísimo y hablan de él. En un momento determinado le toca hablar y dice: “bueno, querida concurrencia, muchas gracias por estar acá y por celebrar este premio que me han dado, pero en realidad tengo que confesarles algo: no sé nadar”. Entonces es un poco eso, ¿no? Esa suerte de desconcierto que uno tiene frente a lo que ha hecho.

—Empezás el libro con una cita de Clarice Lispector que dice “voy a crear lo que me sucedió”. ¿Esto tiene que ver con tu transformación como escritora?

—La frase es buenísima porque ella dice “voy a crear lo que me sucedió” y no “voy a contar”, lo que hace una diferencia muy grande. Instala una especie de problema interesante ahí, que es: ¿qué es la memoria? ¿hasta qué punto inventamos lo que vivimos? Hacemos versiones, repetimos cosas que se nos ocurren y vamos armando una especie de relato. Incluso en el libro mismo hay varias instancias en que la narradora discute con su madre sobre la veracidad de los hechos. Uno inventa, se cuenta cosas a sí misma. La cita de Lispector nos prepara para sospechar, al menos, del concepto de verdad o realidad. Muchas veces digo que la verdad es la peor de las mentiras o la más peligrosa de las mentiras. Entonces, hay una diferencia entre contar y crear, sobre todo cuando uno pone en funcionamiento ese instrumento que son las palabras. Las palabras son unas criaturas a las que hay que prestar mucha atención, de las que hay que desconfiar, pueden ser muy tramposas, dañinas, pueden ser insuficientes también, pero sobre todo son más de lo que son. Quiero decir que cuando escribo algo, esa frase, al ser leída, incluso por mí misma, empieza a producir reverberaciones. El sentido no se cierra. La escritura trabaja en cierto nivel, que podríamos decir que está más cerca del silencio que de la cháchara que escuchamos a diario en las comunicaciones. Cuando el lenguaje trabaja a ese nivel, la imagen que tengo es que esas palabras son como piedras que uno tira a un lago y van ampliándose los círculos concéntricos. Como decía Pizarnik, cada palabra dice una cosa y además más y otra cosa. No hay sentidos cerrados y esto es fabuloso, es el enorme privilegio que tiene la literatura, por lo cual no va a desaparecer, por más inteligencia artificial que inventen.

 —Antes que nada sos poeta y ese más allá que tiene el poder de la palabra, ¿lo dejás librado a la interpretación del lector? Como lectores, ¿nos guiás o nos dejás solos?

—Todos estamos solos frente a la palabra. No se puede guiar a nadie, ni a mí misma. Pero me gustaría empezar por la primera parte de la pregunta, hablar un poquito de qué es la poesía. En general, la gente suele creer que la poesía está hecha de versos, medidos o no medidos, con ritmo, con música, con sentimientos, emociones, imágenes bellas. Supuestamente, todo eso sería la poesía. La poesía no es eso, hay un enorme malentendido acá. La poesía tiene que ver con la conciencia que el escritor o la escritora tiene del lenguaje. Tiene que ver con cierta incomodidad, cierta desconfianza de ese instrumento que tiene en la mano, porque el lenguaje está queriendo decir algo que se le escapa. Esto va para todos los géneros. Cualquier persona que escriba lo sabe. Es como si las palabras fueran incursiones que se van tratando de acercarse y, cuando están cerca, les pasa lo que a los héroes griegos cuando llegaban a abrazar a su padre o a su madre para preguntarles cosas: abrazaban a la figura y la figura se desintegraba. Lo mismo pasa con el lenguaje, el lenguaje se acerca pero no logra tocar, y lo que no toca son lo que yo llamaría las tres preguntas básicas que tenemos como seres humanos. La primera es el origen: ¿de dónde venimos? La segunda, en el otro lado de la órbita, es: ¿por qué nos vamos a morir? Y la tercera es: ¿por qué, mientras estamos acá, todo cambia todo el tiempo? Esas preguntas no tienen respuesta, ninguna de las tres. Uno puede tantear, acercarse, es lo que hace la poesía y con una gran conciencia de la insuficiencia de su instrumento. Entonces, en los buenos libros de prosa, en general también hay poesía. Marguerite Duras dice que se debe aullar sin ruido. No encuentro mejor definición de lo poético. ¿Cómo sería aullar sin ruido? Y sin embargo uno entendió perfectamente lo que quiere decir. Me preguntabas si podía guiar y pienso que no. Más bien, me sentiría muy feliz si en algún momento logro que quien está leyendo se pare y diga “¿qué pasó acá? ¿qué es esto?”. Ese es uno de las objetivos y el otro lo dijo Macedonio Fernández: “en los buenos libros, el lector se va. Se va a escribir”. Entonces es interesante también, la escritura genera escritura. La escritura y la lectura están estrechamente unidas.

—¿Creés que quienes leen y escriben romantizan la infancia a veces y se olvidan que quizá no fue tan extraordinaria?

—Hay un núcleo de la infancia que es como el ser más profundo que tenemos. Si uno ha tenido una infancia difícil puede estar iracundo, enojado, pero eso no va a desvirtuar la experiencia de la infancia. La experiencia de la infancia es lo que seguimos haciendo cuando escribimos. Los artistas son como chicos jugando, el arte es un juego, un juego peligroso, un juego que tiene sus problemas pero juego al fin, porque la escritura, por ejemplo, viene del deseo de experimentar, de crear cosas, inventarse cosas como hacen los niños, que tienen como unos fragmentos de madera y se construyen un barco y se imaginan que hay una guerra naval. Eso lo perdemos de adultos. Y creo que el arte es una de las maneras de regresar. No creo que estemos hablando de una romantización de la infancia. Me parece que la infancia, incluso con el dolor, sigue siendo un territorio mágico.

—Ahora que hablás de dolor: en este libro hay dolor, duelos, huidas, militancias, pérdidas. Citás a Pessoa: “la literatura es la prueba de que la vida no alcanza”.

—No es que hay un dolor y entonces viene la literatura. Pero sí podríamos decir que escribimos porque no nos alcanza la realidad, entre comillas. Y todo el tiempo estamos perdiendo cosas: incluso dentro de la dicha, uno no deja de tener la sensación constante o la sospecha verídica de que se va a terminar. Entonces creo que sí, que la escritura tiene que ver con la pérdida y también con el lenguaje, porque si trasladamos lo que estamos hablando sobre la escritura a la primera infancia, cuando aprendemos a hablar, ¿cuándo un niño dice mamá? cuando se da cuenta de que él y su madre son dos seres separados. Si no, no hay lenguaje. El lenguaje viene cuando uno sabe que no hay correspondencia. Mientras el bebé está en el útero podríamos decir que hay una especie de satisfacción instantánea, no hay deseo porque no hay falta. El nombre viene a ser un reemplazo de algo que se perdió. Si no hubiéramos perdido la madre, no tendríamos la palabra mamá. Y así con el resto del lenguaje.

—En un momento de la literatura donde la maternidad es clave, tu libro tiene la visión de hija. Ahora que ya escribiste como hija, ¿escribirías como madre?

—No. No, por varios motivos. En primer lugar, la escritura viene de una necesidad muy profunda, y por eso mismo nunca podría haber un El corazón del daño 2. Es eso y fue eso y ahí terminó. Ese libro es irreproducible porque es el eje, como la columna vertebral de la herida en mi vida. Nunca podría escribir una cosa así sobre mis hijos porque es otra historia. Yo ahora tengo que esperar a que me visite la señora de la inspiración, la musa. La señora, la obsesión, porque uno escribe con una obsesión siempre. Y bueno, va a venir otra porque, como dijimos, todo cambia y todo se renueva y todo vuelve. Los escritores, me parece, estamos escribiendo siempre lo mismo. Creo que este libro no es diferente a los anteriores: es otra variante del mismo tipo de obsesiones con las que he estado conviviendo.

—¿Hay una redención en la literatura o uno se pone del lado de sus demonios?

—No tengo la menor idea. Uno escribe sobre lo que necesita entender, ahí empieza un libro, con una obsesión cruda, que no se sabe muy bien para dónde va. Hay gente que me ha preguntado si yo había hecho un esquema de las partes del libro: ¡No! ¿Qué esquema? Yo voy a ciegas. A ciegas avanzo y después más o menos veo que tengo y cómo lo armo. Pero lo que es claro es que hay una necesidad de entender algo, es una pregunta. No sé dónde leí que el arte son las preguntas menos sus respuestas. No hay respuestas, no existen. Lo que hay son preguntas que, si tenemos suerte y algo de inteligencia y esfuerzo, podemos llegar a mejorar su calidad. Creo que fue Nabokov quien dijo que así como hay distintos niveles de escritores, también hay distintos niveles de lectores. Hay lectores que tienen una capacidad de compenetrarse con lo que están leyendo y que sacan del texto lo que el texto tiene y lo que no también, lo enriquecen, lo resucitan de alguna manera. Hay algo muy paradójico de la escritura, que es que a la vez que hace duelo de lo perdido, por otro lado el texto también cobra una especie de pátina fúnebre. El texto sale del interior del escritor o la escritora y se calcifica y se transforma en una especie de estatua hermosa que está ahí, a la vista, y que cualquiera puede agarrar y llevarse a su casa. Pero se lleva a la estatua, no a la persona que la hizo. El lector o la lectora vienen a resucitar esa letra. Un libro se lee infinitas veces, si pensamos en la duración del tiempo de la lectura de los distintos libros a través de la historia de la humanidad. Cada vez que leo Madame Bovary, Madame Bovary vuelve a vivir, aunque su autor esté muerto, aunque haya pasado más de un siglo.

—En el libro hay muchas citas de autores que seguramente tengan directa relación con tu biblioteca. ¿Hiciste un repaso retrospectivo de tu propia lectura? ¿Cómo fue ese reencuentro?

—Esos personajes viven conmigo. Son como mis amigos imaginarios. Me han preguntado si fui a buscar específicamente los libros para las citas, y en realidad pasa que hace mucho tiempo doy clases y ya me acuerdo todo de memoria. Tengo una especie de arsenal de esos libros que me acompañan. Al comienzo de la charla dijiste algo que me gustó, que es que la novela es como una especie de novela de formación, de cómo llegué a ser la escritora que soy hoy. Y yo amo leer, es lo que más me gusta en el mundo, en la vida, más que escribir. Y siempre pensé, al leer a autores o autoras que me gustaban, que me gustaría saber a quién leían esas personas, cómo eran sus bibliotecas. En mi casa no tengo más libros que los que pienso que voy a releer. Los otros, van a la biblioteca de la maestría. Y ya que hablábamos de cómo me había transformado en escritora -que fue algo que me costó mucho-, quise mostrar qué es lo que había atrás. Como decir: les abro la puerta de mi casa, pasen y vean, pónganse cómodos.

—Te formaste en Derecho, Literatura,  pero nunca Filosofía cuando estás tan estrechamente ligada.

—No, Filosofía no, pero sí tuve una fantasía que no pude hacer. Cuando vivía en Nueva York, a dos cuadras de mi casa había una de las facultades de la Universidad de Columbia que se llamaba School of Divinities, escuela de divinidades. Me hubiera encantado anotarme ahí y tener un doctorado en divinidades (risas). No me dio: otra vida, la próxima…

—Nunca es tarde. Y hablando de estas nuevas literaturas en auge, ¿creés que hay un exceso de corrección política en la literatura contemporánea?

—Ay, sí, es como una Gestapo del espíritu (risas). No viví en otros siglos, así que no puedo decir cómo era antes, pero sí puedo decir que en este momento escribir es muy difícil porque hay una especie de pedido implícito -y no tan implícito- de que se produzca una escritura que tenga que ver con las agendas, las modas. La cuestión de las agendas es una paradoja tremenda porque las agendas pueden ser válidas, de hecho muchas veces lo son: el cuidado del medio ambiente, de la naturaleza. Pero después empiezan a salir libros y se hace un negocio de eso, y hay librerías que tienen secciones enteras dedicadas a la naturaleza. ¿De dónde salió eso? La industria editorial identifica las modas, lo que se pide, entonces ponen una cierta presión sobre quienes escribimos para producir, para vender. Es como el negocio editorial, la industria. Y otra cosa es lo que pasa cuando cierro la puerta de mi casa y estoy sola en mi escritorio. Ahí me parece que hay que prestar atención simplemente y seguir desobedeciendo. 

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