Gloria Peirano: «Si ensayamos es porque puede fallar»

La autora es novelista y docente universitaria. Licenciada en Letras por la UBA, publicó media docena de libros que evidencian la vulnerabilidad humana. Es Cocoordinadora del Laboratorio de Escritura Académica (LEA) en Untref y profesora adjunta, en la misma universidad, de la materia Textos Académicos en la carrera Gestión del Arte y de la Cultura. Es profesora titular de Morfología y Sintaxis en la carrera Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA. Es coguionista de las películas El día nuevoEl estanque y La deuda, dirigidas por Gustavo Fontán. Es también codirectora de la película El piso del viento, junto con Gustavo Fontán.

Por Lala Toutonian.

Además de escritora, sos docente.

Sí, soy profesora de Morfología y Sintaxis en la carrera Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA. La gramática y la sintaxis siempre formaron parte de mi vida, como estudio y como algo que me apasiona. Hace seis años, cuando abrieron la carrera en la Universidad Nacional de las Artes, me llamaron y empecé a trabajar en esta materia que es Morfología y Sintaxis para escritores. Sería el cruce entre la escritura literaria y la sintaxis. No tiene que ver con estilos sino con sintaxis. La sintaxis tiene mala prensa pero es una belleza (risas)

Entonces la idea sería encontrar cuáles son las huellas de la sintaxis en la literatura. La sintaxis entendida como una plusvalía de sentido, como dice Barthes, o como un asalto al sentido, como dice Virginia Woolf. Trabajamos con un corpus literario en la cátedra y con alumnos que van a hacer, o están haciendo, una carrera artística. El perfil de egresados sería el de escritores o poetas.

También has incursionado en lo audiovisual ¿Has sido coguionista y codirectora?

Estoy en pareja con un director de cine, Gustavo Fontán, que tiene su filmografía propia y cuando lo conocí hubo una intención de trabajar juntos. Así que hicimos en conjunto El día nuevo, El Estanque y La Deuda en donde fui coguionista y después codirigimos una película que hicimos en mi casa, un documental antes de la pandemia, que se llama El Piso del viento que fue debut y despedida, porque no creo que vuelva a dirigir una película. Fue una experiencia que me enseñó mucho acerca de la diferencia que hay entre el cine y la literatura en la práctica.

En el cine hay dos cuestiones que vi muy claras. Por un lado el guion es algo instrumental, no es que tenés que pensar en el lenguaje, sino más en una cuestión instrumental de la escena filmable. Ellos trabajan con una idea, con un material y pueden filmar diez horas y luego hacen el montaje, que esa sería la sintaxis del cine. Pero además está la categoría de lo filmable y lo no filmable, que eso para un escritor es realmente complicado. Tiene que ver con la luz y con la posibilidad de que eso pueda ser filmado, en cambio para un escritor todo puede ser escrito. En el cine hay que construir escenas que se puedan filmar.

Además, lo que es muy diferente de la escritura, es que realmente el cine es un trabajo en equipo. El director se ocupa de coordinar sensibilidades. Cuando uno escribe, si lo logra, tiene que concertar con uno mismo. Es algo solitario.

Vos escribís muy bien sobre el dolor, sobre la ausencia, especialmente.

Escribo para no hablar del dolor (risas) No porque crea que no haya que hablar del dolor, porque la palabra verdadera funciona, pero en mi caso la escritura tiene que ver sobre todo con la ausencia. La escritura me ha servido, no de manera terapéutica, para nada, porque la escritura no sirve para calmarse o aliviarse. No cura. Al contrario.

Con suerte nos enferma (risas)

Está relacionada con una transformación, como si hubiera una especie de don y responsabilidad hacia el lector. Me gusta mucho cuando un lector o lectora me dice que les habló de su vida o les habló de su dolor. Siento un gran agradecimiento por haberlo hecho. Como si esa fuera la función: llegar al otro. Lo que me pasa a mí con otros libros. Cuántas veces está ese momento cuando estás leyendo y algo te transporta y bajás el libro y hay algo inconmensurable que da la narrativa o la poesía para el ser de uno. Ese intento que uno hace, es una de las cosas que más me nutre.

Cuando escribí Miramar, sí recibí muchos mensajes en relación al dolor, a la pérdida temprana del padre, a la reconstrucción de la figura del padre. Esa comunicación hace hace circular algo que me hace muy bien.

En tus libros hay una voz narradora en primera persona, que hace que uno se sienta más  comprometido con la historia, como que está acompañando al narrador ¿Es así? ¿Vos llamás al lector para que te acompañe?

Sí, definitivamente. No es que lo tenga muy pensado, porque yo escribo siempre con muchas dudas e inseguridades, pero creo que hay que ser cortés con el lector. Creo en eso y lo intento. La escritura debe ser legible para otros; para sí mismo, indescifrable. Yo pienso mucho en el lector. No en el sentido de que el libro se venda. Pienso en un lector que complete la oración que estoy escribiendo.

Se me ocurre que sin naturalizar necesariamente el dolor, lográs alguna clase de función terapéutica o de lectura psicoanalítica de traumas, distintas formas de neurosis, a través de disparadores importantes ¿Lo ves así?

Primero quiero decir que a mí me cuesta bastante hablar de lo que escribo. Dar una lectura sobre lo que escribo. Por eso agradezco cuando las reseñas me ayudan a entender qué es lo que escribí. Me son importantes las reseñas, porque me encuentro pensando o repitiendo lo que leí que dijeron de mí.

A mí me fascina la ausencia, lo que falta, lo que no está. Obviamente por la ausencia de mi padre a los  siete años. Digo “obviamente” porque llevo muchos años de terapia y ya estoy “amiga” de esa muerte y ese  duelo tan terrible para mí. Ha pasado una vida pero igual sigue estando, esa marca permanece. Para mí es un polo positivo la fascinación de lo que no está. Supongo que ahí hay una fantasmática que se juega, porque en un momento de significaciones tempranas yo viví una ausencia. Después como temas están el dolor, la enfermedad, la muerte, el amor. El dolor del amor. Todo esto me funciona de esa forma, a través de la fascinación, pero no me ha sido terapéutico en ningún modo. Para mí, insisto humildemente, la función de la literatura no debe ser terapéutica, porque es incómoda, nos habla de una incomodidad o un desajuste, nos hace muchas preguntas y cuestionamientos, nos pone en un lugar de intemperie de desamparo, de extrema felicidad también, que es otra suerte de desamparo.

La escritora Anne Carson, a quien admiro mucho, dice algo muy hermoso en uno de sus libros: “La vida es un ensayo para la vida”. Una idea así, una oración, esa construcción tan poética, me puede habitar durante días, semanas y hasta el día de hoy. La idea de ensayo, para mí, está relacionada con lo que se ausenta. Si ensayamos es porque puede fallar.

En tu libro Miramar, la narradora dice que están los que huyen del dolor mientras que otros van hacia el dolor, y que ella va hacia el dolor. Es algo que, literariamente, habla del valor, de tirarse a una pileta sin agua. Es un personaje potente.

Creo que ese personaje inicia una pesquisa y, como bien decís, se tira a una pileta sin agua. Ella va hacia el dolor pensando en victoria. Ella va hacia ese mundo de dolor, en el que un hombre la dejó, no sé si al final del libro hay agua en la pileta, pero hizo un recorrido y encontró algo. Encontró “saber”, que para ella era importante.

El lenguaje es el medio para relatar el dolor.

Creo que hay que ir hacia la cantera emocional de uno, que es el pasado, los fragmentos de memoria y lo que uno pueda recuperar de ahí. Luego hay que tamizarlo por el lenguaje, no trabajar con la emoción cruda, porque la emoción cruda es la historia personal. Entonces el movimiento es de resta. Restar la emoción mientras se escribe, dejar que aparezca la sintaxis, y tratar de lograr que el lector al final del libro recupere la misma emoción tuvimos al empezar. Por eso digo que es un movimiento de resta, no gozoso y de desborde. La sintaxis, la gramática, la combinatoria interna de la frase, puede dar cuenta de muchas formas de  expresar una emoción, de expresar también una visión del mundo. Susana Villaba, la poeta, dice que lo que hizo Vallejo es inventar una gramática que cambiara nuestra percepción del mundo. Vallejo habla del dolor, pero lo hace desde un lugar que admiro, como poesía, como literatura.

¿El libro materializa de alguna forma el lenguaje?

La lengua es la materia con la que nosotros los escritores trabajamos, así como un carpintero con la madera. Nosotros trabajamos con lo que hablamos y escribimos, por eso es tan enormemente especial la mirada sobre el lenguaje. Ahí no hay un “otro”. No hay un lenguaje audiovisual o pictórico. Eso lo noté en el cine que, como te decía, es otro lenguaje. Este es un tema que me obsesiona. Que con los mismos elementos que hago la lista del supermercado escriba un libro. Combinando esos elemento de qué manera, porque ¿Cuál es la especificidad de la lengua literaria? ¿Cuál sería en diferentes épocas? ¿Cómo son las poéticas? ¿Cómo es la sintaxis en ese punto? Esto se ve mucho en la materia que yo doy. Hay mucho escrito sobre esto. Tiene que ver con relocalizar y resignificar el sentido, y esto abre una nueva percepción para el lector, en la medida de lo posible.

Otro gran logro literario en tu obra es una gran cartografía que armás de lo atemporal, vas cambiando los tiempos de un modo grandioso. ¿Cómo se hace eso?

La verdad que no lo sé (risas) pero lo estoy intentando otra vez en la novela que estoy escribiendo.

Contanos un poco entonces, ¿qué se viene? ¿Qué estás escribiendo?

Estaba escribiendo una novela y la dejé. Empecé a escribir otra hace muy poco y tengo por ahora muy pocas páginas, y otra vez se me presenta esta idea de lo que yo llamo “remolino temporal”, que es como si la voz recorriera diferentes momentos. Es una novela que es la voz de una mujer muerta en primera persona. En esta novela que te digo que dejé, lo hice porque sentí que había una novela en el medio. Una novela que estaba emparentada de algún modo con La ruta de los hospitales. Una novela que era una voz. La ruta de los hospitales para mí fue una voz que me atravesó. En este caso estoy tratando de ser atravesada por la voz de esa mujer muerta de una enfermedad que no existe, no una enfermedad irreal, sino una enfermedad que para ella es real pero no existe. Estoy trabajando en ese punto. Estoy leyendo algunos libros y escuchando cuestiones internas mías.

Hay un segundo tema en la novela, que es la construcción de la Autopista 25 de Mayo y el cercenamiento de los barrios. Este personaje en su infancia vive en un departamento que se “salvó” pero quedó a la vera. Esto tiene que ver, y acá sí empieza a aparecer todo lo emocional, con que desde que soy chica hay una imagen que me llama tremendamente la atención, y que me da una tristeza enorme pero a la vez muy fascinante. No sé si puedo lograr explicar esta tristeza fascinante. Es como una tristeza que quiero seguir sintiendo ¿Vieron cuando uno va por las autopistas de noche y al atardecer, que ve los edificios a la vera de la autopista? las ventanitas. Eso ha sido para mí una imagen muy fuerte en mi vida. Es como algo de lo humano pequeño. Entonces me dije: Yo tengo que escribir algo con esa imagen que me habita desde hace tantos años. En mis novelas hay siempre como un trasfondo histórico, y en esta novela sería la dictadura pero en la planificación de la construcción de la autopista, la expropiación, la demolición. Así que también está la cuestión terminológica, de ingeniería, de construcción, si tiene acero o no tiene, cuáles son los materiales.

 Ya que dijiste que admirabas a Anne Carson, contanos algunos más ¿De quién sos groupie?

He sido admiradora, a lo largo de mi vida, de muchas escritoras. Puedo nombrar mujeres como Doris Lessing, Virginia Woolf, Anita Brookner y Edith Wharton. Poetas como Olga Orozco y últimamente Estela Figueroa, que es una poeta santafecina maravillosa. Sara Gallardo, por supuesto, y también Lorrie Moore. Además tengo amigas escritoras muy cercanas, así que las leo mucho. Creo que en este momento hay una producción literaria muy importante de las escritoras. Siempre leí mucho, sí que son como capas geológicas de lectura. No es que se me vayan los nombres, sino que si las invoco siempre están ahí. Marguerite Duras, por ejemplo,  es otra escritora que me marcó mucho en su momento.

Durante la pandemia abordé mi biblioteca e hice un apartado de mujeres narradoras y mujeres poetas, así que lo tengo bastante ordenado. Últimamente leí la obra  que se editó de Cristina Peri Rossi, una poeta maravillosa: “Detente instante, eres tan bello”. También estoy leyendo a Marilia Garcia y Adélia Prado y por recomendación de María Inés Krimer, estoy leyendo a Rachel Kusc y me gusta muchísimo. Eso me encanta, la circulación de: “Leé esto”, es genial.

Nombré mujeres, pero mi lectura también está poblada de escritores varones, empezando por Borges. Me gustan mucho los ingleses Martin Amis y Julian Barnes. De Barnes leí el año pasado La única historia y me pareció, como siempre, extraordinario. Jonathan Franzen también me gusta. Es que leo mucho (risas)

(Lectura en voz alta de la autora de un capítulo de su libro Miramar)

Mi padre no era un nadador. Era un hombre de las plantas, de los árboles, siempre tenía las manos sucias de tierra. El “dedo verde”, le decía mi madre, refiriéndose a la habilidad que tenía para revivir las plantas marchitas. Ella detestaba que casi nunca nos acompañara a la playa. Siempre fuimos una familia sin padre bajo el sol furioso del mediodía. Mi madre se ocupaba de clavar la sombrilla en la arena, y lo hacía mirando furtivamente hacia la escalinata del balnerario, año tras año, luchando contra el viento, y esperando que mi padre se arrepintiera y bajara con nosotros. Después acomodaba las reposeras, se ponía un pañuelo en la cabeza, nos daba órdenes a mi hermano y a mí como un general en una batalla, pongan los sandwiches a la sombra, sacate las sandalias, traigan más acá la canasta. Actuaba como un general traicionado que nunca quedaba satisfecho con el campamento que armábamos en la playa. La orientación de la sombrilla se transformó, con los años, en una cuestión delicadísima ya que no lograba hallar el punto justo para aprovechar mejor la sombra. -Hay que sacar el mayor partido de esta sombrilla- murmuraba mientras ajustaba la posición del puntal, una y otra vez.

Mi padre permanecía en el jardín de la casa, bajo la sombra sencilla de sus árboles. Muy cada tanto, para complacer los reclamos de mi madre, bajaba a la playa. Lo hacía después de las cuatro de la tarde, con gorra y zapatillas. Aparecía en lo alto de la escalinata del balneario y desde allí buscaba con la vista nuestra vieja sombrilla a rayas.

-Tu padre- me avisaba mi madre, sin el menor atisbo triunfal, cuando lo veía acercarse zigzagueando entre la gente.

La tarde se iluminaba. Mi hermano y yo lo tratábamos como si fuera un singular invitado a la vida marítima, como si de nosotros dependiera su bienestar en la playa. Éramos oceánicos, estábamos curtidos por el sol, la liturgia del mar nos quedaba infinitamente cómoda; él, por el contrario, venía de la paz del jardín de rosas, usaba una gorra ridícula y tenía la piel blanca.

-Parecés un viejo- le dijo una vez mi madre, mientras él se guarecía de pie bajo la sombrilla. Lo trataba con dureza, yendo y viniendo alrededor de las esterillas extendidas sobre la arena, con sus largas piernas de flamenco y sus gigantes anteojos de sol.

Mi padre aceptaba la derrota, pero resistía. Nunca se acercaba a la orilla, a pesar de que los tres lo llamábamos a los gritos desde la rompiente, los brazos en alto, las olas sobre nuestras voces, el viento que enredaba las palabras.

-¡Rafael!- insistía mi madre, al borde de la irritación, pero mi padre, a lo lejos, encorvado bajo la sombrilla, no hacía más que sonreír. La suya era una sonrisa conciliatoria, que buscaba indulgencia, y cuando volvíamos empapados nos esperaba con las toallas para abrigarnos, y abría los paquetes de galletitas con sus manos secas, diligentes, y nos alimentaba en la boca como a pájaros.

No era un nadador, pero le gustaba llevarnos a pescar con él en las  madrugadas. Tenía varias cañas en el galpón y la noche anterior las sacaba y las llevaba a la galería, sin decirnos nada. Cuando salíamos al jardín después de comer, señalaba los elementos de pesca apoyados contra la pared, y nos preguntaba:

– ¿Quién viene conmigo?

El mundo estaba dividido entre nadadores y pescadores, y éstos últimos eran gente de pocas palabras o de palabras que escondían contraseñas. Nos despertaba al alba, tocándonos apenas, y nos servía una taza de leche chocolatada en la cocina aún oscura, mientras mi madre dormía. Lo hacíamos todo en silencio para no despertarla, pero también porque el ritual de la pesca empezaba en cuanto nos levantábamos, y el silencio era una parte importantísima del asunto, estar callados y aguantar el peso del sueño que nos cerraba los ojos, mientras mi padre nos observaba detrás de su taza de café negro. Esas madrugadas en la cocina eran el exacto reverso del bullicio diáfano de la playa, estaban impregnadas de una densidad que preanunciaba los movimientos de los peces bajo el agua profunda, y mi hermano y yo nos las calzábamos como un guante: la taza de chocolatada, la lata de galletitas, el pulóver en los hombros para protegernos del viento del amanecer.

No era un nadador, mi padre, creo que no le gustaba la amplitud del día junto al mar, tal vez le parecía demasiado explícito el caudal de vida que se desplegaba allí, un abuso de la expresión, y por eso se quedaba con las plantas, él que era el hombre del “dedo verde”, dejando el resto para mi madre.-Hay que comprar camarón- nos decía al salir en el Dodge rumbo a la mejor escollera para pescar pejerrey. Se esmeraba en explicarnos la técnica. Mientras manejaba, nos hablaba del tipo de carnada y de la dirección del viento, de la diferencia entre pescar desde los espigones o en los arroyos, y era esa conversación la que finalmente nos iba despertando, ese arrullo de pescadores, de modo que cuando llegábamos

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