Antonio Birabent: «Hay una nostalgia tanguera que me acompaña siempre»

Por Lala Toutonian.

A Antonio Birabent lo conocemos por sus dotes actorales y como músico desde hace muchos años. Hoy nos sorprende con su debut en el género literario con Tres (Malisia), una obra compuesta por relatos, memorias y recorridos que ha hecho por distintas ciudades. «Es el diario de un caminante», describe el artista. Como sabemos, Birabent es hijo del célebre músico Moris y así es como pasó su infancia y parte de la adolescencia entre Buenos Aires y Madrid. El músico destaca el rol fundamental que tuvo el escritor Juan José Becerra en la conformación de este libro. Y de todo esto y mucho más hablamos con él en el bar de Eterna Cadencia frente a un público ávido de inquietudes y dignos fans del músico devenido en escritor.

—Sos músico, actor y ahora escritor, pero fuiste jugador de fútbol, ¿cómo fue eso?

—Bueno, futbolista amateur (risas). Creo que como casi todos los chicos –al menos los de mi generación–, básicamente lo que quería era ser futbolista, pero no llegué muy lejos, porque enseguida entendí que tenía más voluntad que capacidad. A los 12 o 13 años aparecieron las chicas y abandoné el fútbol. Lo abandoné por algo importante, digamos (más risas).

—Esos días de futbolista fueron durante tu estadía en España.

—Sí, ahí jugaba mucho al fútbol. Es gracioso, porque uno se va olvidando de las cosas y ahora que mi hijo juega todo el tiempo al fútbol a veces me sorprendo, después me digo: ¿cómo me voy a olvidar que yo hacía exactamente lo mismo? Pero no llegué muy lejos como futbolista y por suerte pude hacer otras cosas.

—Ahora debutás en el mundo editorial. El título Tres, me hizo pensar en la Santísima Trinidad y por supuesto, en la trilogía que relatás, que está compuesta por tu padre, tu hijo y vos.

—Sí, Tres habla de mi hijo, de mí y de mi papá, en ese orden. Hay un orden de quién nació primero, eso es inevitable. De algún lugar venimos y en algunos casos dejamos un rastro humano que nos va a suceder. El libro tiene mucho que ver con eso. Con esa idea del que está antes que vos y el que viene después. En la unión de esas tres personas, pero también en todo lo distinto que tenemos, a pesar de que compartimos la misma sangre. Escribiendo el libro recordé una frase que es un lugar común, que con los años aprendo que esas frases suelen ser más verdaderas de lo que yo pensaba. Esa frase que dice que la familia no es elegida, y a veces los amigos son más familiares. Con mi padre y con mi hijo me pasa de tener mucha cercanía y mucho amor, pero también a veces los miro a la distancia y digo: ¿Tengo tanto que ver con ellos como pienso y siento? Sobre todo con mi padre, que ya tiene una vida hecha, y que somos familia pero también somos dos extraños, como dice el tango. Es lindo eso, también. No tener siempre familiaridad con la gente de tu familia. No es lo mismo la familiaridad que la familia. Está bueno eso, porque si no das todo por hecho y no debe ser así.

—Resulta muy interesante en tu libro, el tono, la voz narrativa que encontraste a la hora de la escritura. Hay algo que dice en la contratapa Eugenia Almeida, sobre que pareciera una canción. Sacaste muchos discos, claro. Hiciste muchas películas, también. Incluso hiciste de tu padre en el cine. Fue fuerte eso, ¿no?

—Cuando me contrataron, nunca nadie me dijo que yo iba a hacer de mi papá (risas). Si me lo hubieran dicho no lo hubiera hecho. La película es Tango Feroz y se estrenó hace más de 30 años. Fue muy famosa en ese momento. Cuando me decían que hice de mi papá, al principio lo dejaba pasar, pero ahora que estoy menos diplomático les digo: “No, pará. No hacía de mi papá, al menos que yo supiera” No me hubiera animado a hacer de mi papá, pero bueno, incluso canto una canción suya en la película. Y sobre las palabras de Eugenia, también hay otra cosa muy linda que dice en la contratapa, y es que Tres es una demostración de que hay muchos mundos posibles.

—Jarvis Cocker, el cantante de Pulp, tiene un cancionero publicado y empieza diciendo que las canciones no son poesía, ¿qué opinás sobre eso?

—Estoy de acuerdo con él. Pienso que la canción es un género en sí. Yo llevo una vida escribiendo canciones y cuando escribís la letra de una canción lo hacés pensando en su musicalidad, en la cadencia de las palabras, porque tienen un ritmo especial cuando escribís una canción. Cuando escribís un texto también tienen un ritmo, pero creo que las letras de las canciones en sí no son poesía. Pueden serlo, pero no necesariamente. De hecho cuando me puse a escribir Tres, enseguida entendí que era otra disciplina, que tenía que empezar casi desde cero, y pensar que lo que estaba escribiendo no tenía estribillo, no tenía por qué volver a usar una palabra, que la estrofa no tenía que empezar con la misma frase. Por supuesto que en muchos relatos del libro está esto del ritmo, pero no es musical, sino que sale de la misma sonoridad de las palabras.

—Es esa voz literaria que te mencionaba, que se nota y “se escucha” en tu libro. Si bien son relatos, por cómo está escrito podemos hablar hasta de una prosa, ¿cómo nace tu deseo de escribir esta especie de diario o bitácora de vida?

—Bitácora me encanta, es una palabra muy linda. Creo que algo se impuso por necesidad. Empecé a escribir textos que me di cuenta que tenían que ver con una idea en común, que era en parte lo familiar, en parte la descripción de esta ciudad y de otras, y escribía mucho en cuadernos a mano. No tenía en ese momento una computadora al alcance y además hay algo del ruido del trazo manuscrito que me gusta mucho. Igual llegó un momento en el que Juan José Becerra –otro gran escritor que escribió en la contratapa del libro–, me dijo: “Pasá todo urgente a computadora porque vas a perder los cuadernos y lo vas a lamentar una visa” (risas) Así que escribí mucho a mano y encontré esa musicalidad que me gustó mucho. Después cuando pasé al tecleo, inevitablemente surgió una corrección de la mecánica de la mano a la de la tecla, y también fue lindo ese proceso. En un momento me planteé contratar a alguien para que lo pasara a computadora, como me dijo Juanjo, pero no me convencía el tema de que no me entendiera la letra, o tener que leérselo tal vez, así que decidí hacerlo yo y sentí que me sirvió y me funcionó muy bien.

—Más allá de los apuntes que puedas haber tomado, el libro en sí, ¿cuánto tiempo te llevó?

—La verdad es que ni siquiera tomé apuntes. Los relatos, o cuentos, venían muy fluidos. Y te digo “cuento” y me arrepiento, porque no son técnicamente cuentos. Son crónicas, relatos, observaciones, pero no cuentos en sí. Lo cierto es que los textos venían muy fluidos y escribirlo no me tomó más de seis meses. Que considero que es un muy buen tiempo.

—En el libro, tanto para dirigirte a tu padre y hasta a tu madre, y también cuando tu hijo habla de vos, los ponés en mayúsculas. ÉL, ELLA y PA.

—Sí, fue una decisión. Incluso en el caso de EL no le puse tilde, y aunque ortográficamente sea errado, también fue una decisión. Me di cuenta que mi padre y mi hijo están tan presentes en el título y en libro, que sobre todo nombrar a mi padre y ponerle su nombre cada vez, era demasiado. Entonces ÉL me parecía una forma más misteriosa, pero sobre todo más social, porque todos tenemos un él o ella en nuestras vidas, o somos él o ella en la vida de otro. Me gustaba esa idea.

—Este libro, en los géneros literarios estaría dentro de la literatura del yo, y vos en una entrevista que te hicieron dijiste “¿La literatura del vos no existe?”. Me pareció muy divertido. (risas)

—Es que alguien me preguntó si lo próximo que voy a escribir también va a ser literatura del yo, le dije que no conocía la literatura del vos, aunque sí del voceo (risas). Creo que en esta época de géneros tan diversos, bien podría existir también una literatura del vos. Es curioso porque pienso que cualquier ejercicio literario o artístico, siempre tiene que ver con el yo. Hay literaturas del yo más elípticas o menos obvias, y hay literaturas del yo –como es mi caso–, que cuentan cosas muy personales y son más evidentes. Más allá de todo esto, en lo próximo que estoy tratando de escribir, o que me gustaría escribir, estoy intentando correrme bastante de lo autorreferencial, para engañarme a mí mismo y pasar a escribir más una “literatura del vos”.

—En el libro no sos particularmente benévolo ni con tu padre ni con tu hijo. ¿Tu padre lo ha leído y se enojó? Y cuando llegue el momento en el que pueda leerlo. ¿Creés que tu hijo se vaya a enojar?

—Mi padre hizo algo muy de él. El primer día me dijo: “Antonio, leí hasta la página 60. Qué bien que está el libro” y yo casi me pongo a llorar en el teléfono. Siempre hablamos por teléfono fijo con mi padre, lo cuento en el libro. Recuerdo que pensé “No lo puedo creer, con todo lo que me preocupé, que me diga que le parece muy bien el libro”. Al día siguiente suena el teléfono y ya me imaginé que era un problema (risas) y el segundo día ya puso reparos sobre muchas cosas que yo dije. Igual creo que él, lee en el trasfondo de las líneas del libro todo el amor que hay. Se da cuenta de eso. De todos modos, yo sabía que había situaciones que yo contaba en el libro que no iban a ser las que más le hubiera gustado promocionar de sí mismo. Con respecto a mi hijo, por supuesto que espero que lo lea algún día. Supongo que para mi hijo va a ser nostálgico leer ese estado de su padre en relación a él, cuando sea más grande y recuerde esa etapa de su vida.

—Algo parecido a eso decís respecto de tu padre y vos en el libro…

—Es que de alguna forma es ese espejo de los tres. Cualquiera que sea padre o madre, sabe lo que es esa sensación del tránsito en la vida. Creo que, de alguna manera, mi hijo va a leer el libro como yo lo leo a mi padre.

—También está el tema de que Moris sea tu padre, pero además tu padre es un personaje muy importante. Es uno de los creadores del rock nacional. Siendo vos músico, ¿cómo lo has vivido?

—Nunca fue un peso para mí. En gran medida tuvo que ver con mi personalidad, pero también tuvo mucho que ver el hecho de habernos criado en un país como España, en donde mi padre era un músico conocido, pero no era un mito o una leyenda. Para mí, entonces, fue al revés. Ser músico y tener un padre músico, fue una ventaja. Poder haber tenido a alguien que me enseñó de chico –involuntariamente, tal vez, porque tampoco es que “me dictó una clase”–, qué era la música y qué era dedicarse a la música, es algo que yo agradezco mucho. Siento que tengo un hándicap a favor. También me ha ayudado mucho, hacer un montón de cosas que él no hace, como lo actoral, llevar adelante un programa de radio o televisión, hasta escribir un libro. Son otras variantes.

—En el libro está tu propia voz, sin dudas, pero vos también me decías que a los personajes que te ha tocado interpretar les ponés “lo tuyo”, aunque sean completamente diferentes, también tienen algo de vos ¿Qué es “lo tuyo” que les ponés?

—Tiene que ver un poco con lo que hablábamos recién de la literatura del yo. No creo que haya un actor que trabaje neutralmente sobre un personaje. Es más, creo que si lo lograra, estaría en una situación de riesgo, porque hay siempre algo que te une al personaje. Eso es algo útil. Es algo que no le quita valor, ni verdad, ni estás haciendo algo que no corresponde. Al revés. Como intérprete hay algo humano que te acerca a ese personaje que no es real. Por ejemplo, en la serie Epitafios, hice un personaje de asesino serial muy extremo, que mataba a 75 personas durante el programa ¿Qué puedo tener en común con él? Por suerte, nada en lo profundo (risas) Pero había algo en el personaje, que eran pulsiones muy humanas, como los celos, el enojo, el resentimiento… Entonces lo primero que pensé, fue que eso me iba a permitir empatizar con ese tipo, aún en un grado muy pequeño. Si no empatizaba para nada, me iba a resultar muy difícil llevar adelante un personaje como ese. Creo que siempre hay algo en común que podés encontrar con el personaje que te toque interpretar. Si no fuera así, un mismo personaje actuado por distintos actores, sería exactamente igual y nunca es el mismo, aún con el mismo texto y la misma historia. Hay un componente humano, que es la sangre que te corre, que hace que esa sangre y ese pulso pasen al personaje y está bien que así sea.

—Imagino que habrás tenido uno o varios profesores de actuación, pero con respecto a la literatura, ¿tuviste alguna clase de formación? 

—No hice ningún taller de escritura. Soy un atrevido (risas). Incluso como lector, tengo etapas de leer muchísimo y otras en las que casi no leo. Pero de alguna forma creo que, en las etapas que no leo, asiento lo que leí en la otra etapa. Mi abuelo, el padre de Moris, se llamaba Mauricio Birabent y fue periodista y escritor. Escribió un libro muy lindo, que se llama “El pueblo de Sarmiento” y es sobre Chivilcoy, el pueblo en donde él había nacido. Yo creo que he heredado un poco de mi abuelo algo de su prosa. Después hay algo que es simplemente misterioso. Uno puede ponerse a escribir de la noche a la mañana sin haber estudiado escritura. Yo leo a Camila Sosa Villada, y no tengo idea, ni me importa para nada, si estudió algo o hizo talleres, porque lo que estoy leyendo me llega y me toca el corazón.

 —Me gustó mucho la parte del libro en la que te referís a los hijos ajenos y decís: “Son juguetes con sangre”.

—Como decías, no siempre hablo bien de mi hijo. En realidad, creo no siempre hablo correctamente de lo que es tener un hijo. Para mí es muy importante ser padre. Me considero un gran padre. Yo me considero un gran padre, claro, habría que ver qué opina mi hijo. Me acuerdo que cuando estábamos por tener a Oliverio, mi hijo, la frase más habitual de las personas que se acercaban era: “Tener un hijo es lo más lindo”. Cuando Oli nació, me di cuenta que de ningún modo tener un hijo “Es lo más lindo». Lo más lindo es comprarte un auto que te gusta o un atardecer inolvidable en la costa uruguaya. Yo pienso que tener un hijo es como tener una bomba nuclear que te estalla. Mientras uno juzga a los hijos de los demás, a los juguetes con sangre, y dice: “Es lo más lindo”, es porque es de otro, es un juguete que tomás un rato y después lo dejás, pero cuando tenés que ocuparte todos los días de un hijo y mirás a la distancia y sabés que vas a seguir ocupándote de él por mucho tiempo, ya no te parece “lo más lindo” sino que te parece único. En ese “único” englobo la virtud y la responsabilidad.

—Una responsabilidad que no siempre es grata.

—Claro, no siempre es grata. Supongo que es más fácil solucionar el tema diciendo “Es lo más lindo que te va a pasar en la vida”. Me acuerdo que cuando la madre de Oli estaba embarazada, un día se lo conté a mi papá y mi papá en vez decirme “Qué lindo” o “Va a ser lo más lindo”, me dijo: “Bueno, vamos a ser abuelos”. Con el tiempo me di cuenta, que esa respuesta que en su momento podría haber parecido un poco fría o desinteresada, en el fondo tenía una mesura y una verdad casi diplomática. Mi padre y mi madre tienen mucho de eso. Una mirada un poquito más alejada de las cosas. Con esto no quiero decir que me arrepiento de ser padre de mi hijo, todo lo contrario, pero todos los días pienso en el trabajo que significa. Y que es para siempre. No es un auto que podés volver a vender. Pero estoy listo para el desafío que implica.

—Tomás situaciones cotidianas como ir a buscar a tu hijo al colegio o reunirte con tu padre, y todas esas partes tan íntimas que contás, las rematás siempre con un pensamiento súper analítico.

—Yo tengo memoria matemática. Una memoria que ordena automáticamente fechas, números y cronología. Eso hace que me ordene el pensamiento y me lleva a la observación del detalle mínimo y en general ese detalle es el que me lleva a escribir. Juanjo Becerra, en la contratapa dice: “Este diario de cuadros íntimos y escenas urbanas le debe su poesía y su testimonio a la distracción. ¿Y qué es la distracción sino la máxima atención a los segundos planos, lo desapercibido, lo que se va?”. A mí me pasa eso de ver lo que se está yendo. Un poco naturalmente y también, tal vez, por la nostalgia tanguera que me acompaña siempre. Veo lo que está empezando a irse de a poco. Son personas, esquinas, esta conversación que dentro de un rato no va a existir más… Tengo un registro un poco matemático de eso y me gusta y es lo que por ahora me hace escribir. Me gusta, sobre todo, porque hace que la nostalgia no sea triste, ya que al volverse productiva me da felicidad. Me digo: “¡Ah mirá! Por esta mezcla de melancolía y nostalgia es que puedo escribir”. Yo vengo de estar en España hace muy poquito, y cuando llegué a Madrid, una ciudad en donde me crié, me agarró un poco de nostalgia porque Madrid está muy cambiada, hace mucho que yo no iba, entonces estaba un poco perdido. Me junté a tomar algo con un gran amigo y gran actor que está allá, que se llama Juan Pablo Geretto, y yo le comentaba eso, que me había dado un poco de nostalgia, y él me dijo: “No, pará Antonio. La nostalgia, como la lumbalgia, es una enfermedad. Se cura”.

—Este libro en donde hacés público lo íntimo, te mostrás, te desnudás… ¿Te resultó terapéutico?

—Para mí poder escribirlo y que esté ahora ya impreso es sacarle el peso. Ya está. Está ahí y pasa a ser algo dicho. En ese punto sí es liberador. No me di cuenta mientras me escribía, si no cuando el libro estaba listo. Lo que es el peso de lo que está concretado ¿No? Cuando lo leí, descubrí cosas que, eran evidentes, pero las noté más cuando estaba impreso. Me di cuenta que aparece mucho mi padre, que hay muchas menciones al fútbol, y yo no me había dado cuenta que era tan así mientras lo escribía. Por lo tanto creo que escribir un libro tan desde el yo me ayudó a poder decir: “Ya está. Listo. Esto que se haga cargo otra persona y que lo lea. Yo ya lo conté”.

—Para finalizar, ¿nos leés algo del libro?

—Sí, cómo no. Elijo “Mi Obra”

(Lectura en voz alta de Antonio Birabent)

“El dolor del otro, incluso el dolor de mi hijo, no es mi dolor. Lo puedo acompañar y consolar, comprenderlo en la intimidad y la cercanía humana, pero no es mi dolor. Cada cual tiene su dolor y su pena. Suelen ser las mismas o muy parecidas. Sufrimos por tres o cuatro cosas básicas, tan simples que si eso mismo no fuera uno de los misterios más grandes sería gracioso que todo se reduzca a tan poco. Pero esa condición, el hecho de que el origen del dolor sea común a todos, no nos permite entrar en el dolor ajeno. Esa puerta nunca está del todo abierta. Viajamos con la compañía propia y secreta de nuestro mal. Miramos a los pasajeros que tenemos al costado. Sabemos bien por lo que están pasando. Conocemos esa materia. Somos, como ellos, maestros y aprendices continuos. Nos intercambiamos en esos roles y cada día es un nuevo escenario, con un nuevo telón que se levanta. Sin embargo, ésta es mi obra y esa es la tuya.” 

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