Catedrático, Link es famoso por su temple al dar clases, donde altera la erudición, la ironía y la crudeza. Algunas de ellas luego se transformaron el libros de consulta. Link dirige en la Universidad de Tres de Febrero la Maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos y el Programa de Estudios Latinoamericanos Contemporáneos y Comparados y dicta cursos de Literatura del Siglo XX en la UBA. Ha editado la obra de Rodolfo Walsh y publicado libros de ensayo, novelas y poesía. Es miembro del Consejo Consultivo Internacional de la colección Biblioteca Ayacucho. En 2007 estrenó su primera obra de teatro, El amor en los tiempos del dengue y en 2011 publicó su primer libro para niños, Los artistas del bosque (Planta). Su obra ha sido parcialmente traducida al portugués, al inglés, al alemán, al francés, al italiano.
Por Lala Toutonian.
—Daniel, sos escritor, catedrático, ensayista, dramaturgo… y poeta.
—Sí, sobre todo soy poeta.
—Además sos profesor y parte de tus clases se han incluido en tus libros.
—Tengo una formación pedagógica y creo que eso sirve de base y también de control, por lo que significa enfrentar una audiencia de estudiantes no importa el nivel, universitario, secundario o lo que fuere. Aprovechar lo que uno escribió para una clase y llevarlo a un libro, me parece que es un proceso bastante obvio en término de recorrido. También puede prestarse un poco a confusión porque, por ejemplo, hay un libro que aún no está publicado y que se llama Clases, pero no es un libro en el sentido de clases dictadas, sino que trata sobre las clases en términos de categorización, etc. Creo que el año que viene podría llegar a salir por Eterna Cadencia.
—Has editado la obra de Rodolfo Walsh y también fuiste editor de Radar.
—Radar Libros para mí fue una experiencia muy enriquecedora. Soy de las personas que creen que de todos los trabajos uno puede sacar una perspectiva de lectura. Tener a cargo un suplemento literario para mí fue muy aleccionador, en el sentido de que uno lo que va viendo ahí es un poco cómo se articula el presente literario en un momento determinado, y cómo uno puede intervenir en relación a ese presente. Fueron más de 10 años así que también fue una experiencia un poco agotadora. El suplemento marcó un momento muy intenso de lo que podría pensarse como crítica literaria, o crítica cultural en medios periodísticos. Esa instancia se ha perdido un poco.
—La reseña o la crítica literaria en los grandes medios, como decís, es la parte que lamentablemente menos se ve en los últimos años. En las entrevistas al autor, para que presente la obra, lo interesante es cuando el periodista verdaderamente interviene y da cuenta de la obra y analiza desde su perspectiva. Eso también se ve menos en los grandes medios. En algunos medios sobrevive, afortunadamente, pero son los menos. Tal vez también sea porque cada vez hay menos periodistas especializados.
—A mí, por lo general, me entristece un poco cuando alguien publica un libro y lo único que aparece en los diarios es una entrevista al autor para que explique lo que ha hecho, como si nadie pudiera leer, intervenir y situar eso que ha hecho desde una perspectiva que no sea únicamente la del propio autor. Leerlo desde otro lado, tratar de pensar cuáles son las tensiones que ese libro necesita como para comprenderlo. Me parece que, en ese sentido, la crítica literaria en los últimos 20 años ha perdido bastante de su potencia previa.
—Como crítico cultural, ¿por qué considerás que sucede eso? ¿Se lee menos, se lee peor o se escribe peor?
—Me parece que uno no puede evaluar el presente en términos demasiado ontológicos de si se lee mejor o peor, más o menos, comparativamente con el pasado, pero lo que sí es evidente es que hay cierta decadencia de las instituciones y la crítica literaria es una institución. Los diarios hoy están regidos por abaratar costos y cubrir costos, entonces el juicio estético pudiera aparecer desplazado. Así lo que vemos en términos de crítica cultural en los medios, se limita a una celebración irreflexiva de lo existente. Eso me parece que no es tanto porque se lea menos o se lea mal, o incluso que se vea mal una serie una película, porque básicamente no termina importando tanto, ya que todo está pensado en términos de rentabilidad y beneficio. Los medios ya son empresas muy grandes y complejas. Siempre han sido empresas, pero en la actualidad ya está todo muy complejizado otras cuestiones, entonces esa dimensión ya no les resulta interesante.
—Tal vez en donde más siga vigente sea en los medios digitales ¿Estás de acuerdo con eso? La libertad que te da un medio digital que no sea parte de un “monstruo” empresario, es la de ir un poco por los márgenes y tener otra perspectiva más independiente.
—Claro. Es en los medios digitales en donde se encuentran intervenciones más fuertes, más interesantes y sobre todo más comprensivas. Independientes, en el sentido de no ser perezosas. Es gente que se toma el trabajo de situar lo que existe en relación con un horizonte de tensiones.
—Hablando de leer más o menos: ¿cuánto hay que leer para llegar al Ulises de James Joyce?
—Justo citás un libro muy especial para mí, porque soy de esas personas que no sólo no ha leído completo Ulises, sino que además soy de los que consideran que no hay que leerlo enteramente. Digo esto, porque me parece que es un libro que no tiene mucho que ver con lo que yo pienso que sea la literatura. Es un libro que le pone demasiadas barreras y dificultades al lector. Exige un trabajo muy intenso. Por supuesto siempre tenemos la felicidad de que haya otros “Ulises”, como es el caso de La Traición de Rita Hayworth de Manuel Puig. Él dijo sobre su libro: “Yo vi que Ulises estaba escrito cada capítulo con un estilo diferente, y acá está, yo hice lo mismo”. Ese es un Ulises amable con el lector. Un Ulises que uno puede leer.
—¿Sin un texto tan asfixiado, podemos decir?
—Sin necesidad de “perder la vida”. Uno encuentra en la literatura una posibilidad de otra vida, una vida futura, una vida distinta, una vida tal vez incluso irrealizable, pero una vida al fin. Mi experiencia de la lectura de Ulises es que nunca tuve esa relación con el texto, como sí con otros.
—Decís “otros”. ¿Cuáles, así de literatura “mayor”?
—Proust. Puedo leer a Proust todo el tiempo sin parar. No es un texto extremadamente fácil, pero digamos que es un texto “de la felicidad”. Uno lo lee con felicidad y encuentra felicidad en el texto mismo al leerlo.
—Hablando de Proust, hace poco entrevisté a Rodrigo Fresán y le pregunté si le gustaba la literatura de autoficción y me dijo “Mirá, o tenés una vida muy interesante para contar, o sos Proust”. ¿Te gusta la autoficción tan en auge ahora?
—Creo que las vidas no son interesantes por sí mismas. Se vuelven interesantes en el momento en que se convierten en una experiencia de discurso, una experiencia estética, una experiencia narrativa. Proust es, básicamente, un maestro en hacer novelas de la nada. Él de cada detalle consigue construir un momento o segmento narrativo. Eso es lo que tenemos que agradecerle y lo que tenemos que tener en el horizonte. Prácticamente todas mis novelas son muy autoficcionales, entonces, qué decirte…
—¿Pero tus novelas son experiencias reales de tu vida?
—Eso no te lo voy a decir (risas) Pero uno está jugando con eso, porque están escritas en primera persona.
—Rimbaud dijo algo genial sobre eso: “Yo es Otro” refiriendo que el lenguaje narrativo te da una voz distinta a la de la vida cotidiana.
—Claro, es realmente muy interesante eso de Rimbaud, porque dice “Yo es Otro” y no “Yo soy Otro”. Todo el truco de la autoficción es cómo pasar de “Esto que soy” a eso que está fuera de mí, “Lo otro”. Cómo transformar la propia experiencia en algo que sea compartible y comprensible para cualquiera. Cómo pasar del ser a la cosa, por decirlo de algún modo.
—Me decías que te considerabas un poeta por sobre todo, ¿la poesía confesional, como la de Anne Carson, te gusta?
—Anne Carson me gusta mucho y la leo bastante. Te decía que me considero poeta sobre todo, porque para mí la poesía es el punto más alto de experimentación y riesgo. Todo tiende hacia eso: la música, la novela, la filosofía… Si yo no publico más poemas es porque no tengo talento para ello, pero no porque no tenga el deseo (risas) Yo sé que son malos esos poemas, pero yo los escribí y les tengo cariño (más risas) En la poesía, creo que es en donde más se da eso de “Yo es Otro” que dice Rimbaud que justamente era poeta. Es aquél que es capaz de despegarse de sí mismo para ser “una cosa”. Un libro de poemas es una cosa que está fuera de mí y por lo tanto va a tener una vida propia. En el resto de la literatura también, lógicamente, pero el libro de poemas se puede usar como la luz que guía todo.
—Y como ensayista o crítico, ¿qué pretendés de un texto?
—Pienso que uno escribe sobre aquello que de alguna manera lo interpela, lo llama, lo captura y le dice “A ver, ¿qué tenés para decir de esto?”. Es una cosa entre complicidad y desafío. Yo creo en esa lógica un poco pendenciera con los textos que uno lee. No darle la razón a todos, pero sí decirle: “Me hiciste pensar en esto que no estaba previsto, pero que me parece importante tener en cuenta”.
—Tus columnas siempre me gustaron. Recuerdo una que escribiste cuando cerró el Morocco que era espectacular.
—¡Qué curioso que justo cites esa columna! Leo los diarios como primera cosa del día y hoy salió una nota sobre el Morocco en La Nación. Me acuerdo mucho del Morocco porque fue un momento muy importante de mi vida, pero en la nota nombraban también El Dorado y de El Dorado no me acuerdo nada (risas). En mi cabeza no existe el recuerdo ni de una noche en El Dorado, lo cual me produjo un poco de rareza, de angustia, porque era como si el recuerdo se hubiera derretido. Así que cuando leí la nota de hoy en La Nación, yo también recordé aquella columna que había escrito que se llamaba “Recuerdos del cosmobolitismo” y que salió publicada en Radar.
—Los hermosos años 90 en Buenos Aires.
—Cuando Buenos Aires era una ciudad que prometía un futuro y hoy ya no lo hace. Igualmente, fueron tiempos raros. Los 90 no fueron tan hermosos para todos. Para los pobres no fue nada lindo, fue bastante crudo. Pero independientemente de la cuestión más sociológica, había ahí como un laboratorio de cómo podíamos organizar nuestra vida futura. El “uno a uno”, la Ley de Convertibilidad en Argentina, formó parte de eso porque era la fantasía del videojuego en donde ponías 1 peso y te salía 1 dólar. Entonces era algo totalmente experimental, pero cuando uno veía el costo de ese experimento comunitario podía tener para el común de la sociedad, había que hacerse un replanteo de hasta dónde eso podía llegar, o cuál era el fundamento de eso. Algunos fuimos o fueron capaces de hacerlo y otros no tanto.
—Fuiste cronista de ese tiempo justamente.
—Yo tenía una columna en ese momento que la escribía con el seudónimo Marita Chambers, en donde trataba de dar cuenta un poco de la dinámica de la sociedad literaria, sobre todo. Las columnas salían publicadas en Radar Libros y en Magazín Literario, que es la revista que tuve antes.
—Tus ensayos tienen una vitalidad muy latente, ¿considerás que la novela es un poco más pop? ¿Sos un intelectual pop?
—Ese sambenito lo tuve mucho tiempo y ya estoy mayor, como Blondie, como para seguir aceptándolo (risas). En todo caso ¿ahora sabés cómo me llamo?: La humanista digital. De todos modos, el pop es parte de nuestra educación sentimental, así que no hay por qué negarlo. Lo que pasa es que siempre entendí que, cuando me decían eso, era como con cierta sorna. Como cuando dicen “Los herederos de Manuel Puig” y citan un libro mío, por ejemplo. En el fondo, creo que esas caracterizaciones son modos de capturar lo que no se entiende. Salvo cuando me lo decía María Moreno, que me parece que entiende un poco de qué se trata.
—Tus clases, leí por ahí, destacan por lo irreverente, ¿es así?
—No lo sé. Preparo mis clases mucho, están muy escritas y por lo general soy muy temeroso de decir cosas que no estén fundamentadas. No sé si eso es irreverente o es pop o qué sé yo… Uso malas palabras, en todo caso, pero no creo que eso sea irreverente a estas alturas (risas). No sé. No puedo hablar de lo que yo hago, porque es lo que te decía antes, es como hablar de tu libro, prefiero que lo hagan otros.
—Me gustaría saber cuáles son tus consumos culturales. ¿Ves RuPaul?
—Sí, estoy condenado porque a mi marido le encanta (risas). A veces me quedo dormido (más risas). No es que no me guste, pero todo depende del talento de las performers y no siempre son todas talentosas. En la primera temporada de RuPaul España, que lo ganó Carmen Farala, era realmente un personaje de una estatura enrome y sobre todo una figura muy emotiva. En el momento que ella ganó y contó la historia de su madre, parecía como una película de Almodóvar. En cambio la segunda temporada me pareció insoportable.
—¿Teatro?
—Sí, voy al teatro, tal vez no tanto como debiera, porque recibo muchas invitaciones. Me gusta mucho el teatro, pero es un ritual que exige una especie de dedicación que no siempre tengo. Lo último que vi fue la obra de Humberto Tortonese en la versión libre de “Vassa” de Máximo Gorki, y me gustó.
—Volviendo al mundo literario, hay una parte en tu libro La Lógica de Copi en donde contás que Copi se sentía un apátrida, ¿cómo pensás a un personaje apátrida, literariamente hablando?
—Más allá de mi amor incondicional por todo lo que tiene que ver con el dragueo, Copi es el que inventa el concepto de “argentinos de París”. Esta noción no significa necesariamente algo deslocalizado, sino una localización que en algún punto no coincide con los estados nacionales. Copi es un argentino de París. Es una cosa rara, porque supone una doble pertenencia o una pertenencia imaginaria. No deja de ser argentino pero tampoco deja de ser parisino, con lo cual está en un lugar “otro”, un lugar intermedio. Héctor Bianciotti podría parecer otro escritor argentino de París, pero no lo es, porque él pasa a escribir en francés y se convierte en miembro de la Academia Francesa De Letras, o sea que se convierte en un escritor francés que nació en Argentina, nada más que eso. En cambio este otro tipo de escritores, como Copi, lo que hacen es montar la idea de que exista algo así como un campo de referencia que sea un país, una nación o un estado y tratan de construir comunidad atravesando todo eso. Es lo que llamamos transnacional o incluso translingüístico, porque Copi escribe algunas cosas en castellano y otras en francés.
—Como Kafka.
—Como Kafka, que tiene una posición rara en cuanto a las lenguas, o como Wilcox, también. Hay muchos que tienen esta posición que, insisto, no es una deslocalización sino una localización anómala, por decirlo de algún modo.
—Tratándose del lenguaje, el hecho de cambiar el lugar físico y pasar a hablar y escribir en otra lengua, cambia mucho el personaje de uno, me imagino ¿Estamos hablando de draggearte por completo, pasar a ser algo así como tu álter ego?
—Tal vez no hay otro yo, sólo que ese yo se construye en un lugar distinto. A algunos les sale bien y a otros no. A Copi le salió bien, porque tenía esa gracia de que todo lo que hacía le salía bien. Hasta lo que se suponía que estaba mal, a él le salía bien.
—La escritura te puede llevar al quijotismo –por no decir a la locura- en este trabajo de cambiar y potenciarte ¿Leer es un placer y escribir es una tortura?
—Tal vez es una tortura para Joyce y por eso su Ulises (risas) Para mí solamente tiene sentido escribir si uno la pasa bien. Aun cuando uno luche contra el lenguaje, ese es el placer de suspender el mundo para estar peleándose con una frase, una subordinada, una descripción, un ritmo o una cadencia. Si no hay felicidad, no escribas.
—¿En qué estás trabajando?
—Estoy escribiendo poemas para mi nieta de cuatro años, pero no le gusta para nada que lo mencione. Se siente como: “Yo no tengo nada que ver con ese mundo”. Es una atrevida (risas). Además, siempre tengo novelas entre manos, pero soy muy perezoso para las novelas. Tengo dos novelitas lindas que podría terminar en cuanto alguien me ofrezca un anticipo (más risas).
—Y ¿ningún ensayo?
—Bueno sí, pero es que el ensayo ya me aburre un poco. Lo que me pasa con el ensayo, lo hablaba ayer con un amigo, es esa relación con la verdad que uno tiene. En las novelas puedo escribir cualquier cosa, usar mal los pronombres o decir “maten a RuPaul” por ejemplo (risas) porque se supone que es ficción y esa es una instancia en la cual uno no necesariamente está comprometido con lo que dice. En cambio en el ensayo, todo tiene que ser relativamente verdadero y todo tiene que estar más o menos fundamentado. Porque el debate se puede armar a partir de puntos de vista, pero no a partir de cosas mal dichas o falsas. Yo no puedo decir en un ensayo “La tierra es plana” porque no hay ningún debate, soy bruto y punto (más risas) Así que hace tiempo que no publico ningún ensayo porque estoy tratando de descansar de la necesidad de poner notas al pie para fundamentar cada cosa que diga. Sobre todo porque si hay algo que yo soy incapaz de hacer, y acaso me gustaría que me impidieran hacer, es justificar mi palabra con una cierta autoridad autoral. Como diciendo “Lo dice porque es Daniel Link”. Me parece que uno jamás puede cometer el error de considerar que uno tiene derecho de decir algo sin fundarlo. Si quiero hacerlo, lo hago en la ficción o en el poema, que también lo permite, en donde puedo inventar un espacio en donde la cuestión de la verdad quede como suspendida, o yo no tenga la necesidad de sostenerla. Ahora bien, si voy a poner mi nombre en relación con un enunciado de verdad, tengo que estar seguro que lo que estoy diciendo, efectivamente se sostiene en algo. Si no, es opinología.
—Por último ¿Te sentís con una responsabilidad intelectual a la hora de llevar tu palabra y que la leamos y te creamos?
—No me importa para nada (risas). Parece raro, porque por un lado yo me pongo en lugares de autoridad, ya que pararte frente a una cátedra es ponerte en un lugar de autoridad, pero por otro lado no quiero que se interprete que yo creo en eso como autoridad o que lo busco. Es una autoridad meramente institucional. La institución es la que me la brinda, no es porque yo la quiera. Lo que yo quiero simplemente es una escucha no una obediencia de discurso. No quiero que lo que yo diga tenga carácter de mandato. Eso como docente, y como escritor creo que es exactamente lo mismo. Si voy a decir algo sobre Copi, voy a tratar de que eso esté fundamentado de algún modo, que tenga un sustento, para que no parezca algo tipo “Ah! Mirá qué genio” porque eso es mentira, no hay tal cosa. Creo que tiene que ver con la figura misma del autor… Como que el autor es una especie de mercadería sobrevaluada.