Luis Gusmán: “Siempre me identifiqué con Tarzán”

Por Lala Toutonian.

Las palabras de Leonora Djament (Editora de Eterna Cadencia) para la presentación de Avellaneda Profana, de Luis Gusmán (Ampersand):

Si mal no recuerdo (¿acaso importa? ¿acaso vamos a hablar hoy de la memoria?), conocí a Luis Gusmán en 1996. Yo hacía la prensa de la editorial Alfaguara, en el barrio de Pompeya (el dato geográfico tratándose del libro que tenemos entre manos no es menor). Se reeditaba su primera novela, El Frasquito. Siete años después, desde el barrio de Montserrat en la editorial Norma íbamos a hacer una nueva edición de El Frasquito y tantos otros libros, planeados en bares y restaurantes desperdigados por todo Buenos Aires. La geografía y la conversación estuvieron desde el inicio.

Por pudor textualista -como decía Tamara Kamenszain hablando de la censura del sujeto con la que tropezamos muchos de nosotros leyendo a pie juntillas la teoría francesa- creo que nunca le pregunté demasiado a Luis sobre su historia personal. Ahora, leyendo Avellaneda profana me doy cuenta de que Luis no habla de otra cosa en cada uno de sus libros. Pero que se entienda: esto no quiere decir que sus libros son autobiográficos, sino que son la prueba de que no se puede sino escribir en un duelo permanente con la propia vida, entendiendo que de propia no tiene nada.

Y Gusmán lo sabe: ya desde el epígrafe de Lezama Lima que abre Avellaneda profana se nos recuerda (o mejor: se nos advierte) que “este libro es autobiográfico hasta donde es posible”. Imposibilidad de la autobiografía, entonces, de contar lo propio, ilusión de una identidad; o bien, “marcho enmascarado”, como confiesa varias veces en estas páginas, en un guiño perecquiano. Por eso mismo Gusmán nos aclara que “este relato proviene de la experiencia vivida, o sea, del mito”. En realidad, ya lo había dicho mucho tiempo atrás en el prólogo a El frasquito: “el estilo siempre le impone un límite a la confesión”. Es que los libros de Luis son eso: puro estilo, pura forma, pura letra. Y, afortunadamente, el estilo, la forma, la lengua en definitiva, son el freno para no caer en la tentación o en la creencia ingenua de que hay una vida que es propia y que, además, es posible narrarla.

La consigna de este libro (y de la colección a la que pertenece) es, por supuesto, imposible: ¿dónde empieza una vida lectora? Como nos recuerda Blanchot una y otra vez, el lenguaje no comienza, el discurso no comienza. Siempre se empieza a partir de otra cosa. Lo que hay en el comienzo de Avellaneda profana, entonces,son letras de tango, chismes, rumores… el murmullo anónimo del lenguaje. Es que “las letras de tango fueron mi primera biblioteca”, recuerda Gusmán. E insiste: “primero escuchar”; o como dice con justeza Maria Moreno en Contramarcha: “leer con el oído”. Así, la verdadera autobiografía literaria se nos aparece, por ejemplo, en los tangos que se escucharon: “[son] mi autobiografía -dice Luis- aunque no me haya[n] pasado a mí”. Y por eso mismo, nos aclara: “evité las comillas porque a veces uno no sabe dónde comienzan o dónde terminan”. 

Más radical aún es la relación con los libros de la infancia: Luis describe cómo uno, una, queda efectivamente tomada, capturada, por “los libros que nos leyeron” cuando éramos chicas. Es genial esta frase (“los libros que nos leyeron”) porque nos hace pensar también en los libros leyéndonos a nosotros (los libros como sujeto de la oración), en una inversión de los roles esperables. Los libros, entonces, también nos leen a nosotros; crecemos leídos por esos libros, y seguramente, cantados por los tangos que escuchamos. La vida se moldea a partir de las lecturas y a partir de lo que escuchamos. Así, las letras de tango escanden la vida de Luis Gusmán o, tal vez, las letras de tango son las que le dan inteligibilidad a la vida.

Los libros que nos leyeron y el murmullo en el origen, entonces. ¿Y cómo se hace uno escritor? En el caso de Luis, podríamos responder: prestando atención a la circulación incesante de la letra. En este libro se nos habla de apellidos mal escritos, mal acentuados, mal anotados: Guzman tantas veces escrito con Z en vez de con S; Gusmán escrito con tilde en los primeros años en lugar de sin tilde; un apellido materno que multiplica las Z en Vázquez; la O que le falta al verdadero apellido paterno que resulta ser GusmanO, perdiendo la O final en “las erratas de una inmigración mal escrita”; y de ahí a El frasquito como un libro “mal escrito”, en palabras de Luis. Podríamos decir que empezando por la S/Z “gusmaniana”, la entrada de Gusmán en la literatura se juega literalmente en la aceptación borgeana de un acento (el de Gusmán, claro, la “a” con tilde). La adopción de un acento que, además, vuelve su apellido seudónimo o, mejor, impropio.   

El acento, entonces, el estilo… nunca la vida misma. Como el tango, nos dice Gusmán, que no solo fue definitorio como escuela sentimental sino también para aprender “que una boca también puede ser loca”. Y por metonimia, la que se vuelve loca es la lengua sobre todo en sus primeros libros: la lengua loca, la lengua joyciana, la lengua beckettiana.

Esa lengua loca se anudó con su estrabismo, que fomentó las lecturas siempre desviadas, profanas y lo incentivó a estar en la lengua siempre insistentemente como un extraño. Por eso abundan en este libro las referencias a sí mismo como alguien que no pertenece, un mosca, un convidado de piedra, un outsider… un escritor, podríamos agregar nosotros.

Un escritor con mirada desviada que se va de su Avellaneda, para intentar mirarla, narrarla. Como dice Luis: “a veces es necesario estar afuera, irse para poder escribir”. Por eso esta Avellaneda es profana: no como lo opuesto a sagrado sino a partir de la etimología que le ofrece a Gusmán otra acepción de“profano” como lo que está fuera del templo. Pero podemos sumar otra definición más de “profano”, la que nos propone Agamben cuando nos recuerda que profanar significa “restituir [las cosas] al libre uso de los hombres” (lo contrario de sagrado o religioso que es el acto de separar las cosas de uso de las personas para los dioses). Así, la Avellaneda profana de Gusmán es un territorio devuelto a la vida común y corriente. Y ese es uno de los poderes de la literatura o de su literatura. Avellaneda es la llave que devuelve la literatura a la vida.

Ahora bien, si no se puede narrar la propia vida y si la vida propia tampoco es propia, Avellaneda profana es, entonces, muchos libros otros y de otros: es una historia del tango en la Argentina de los años 50 y sus conventillos, es la historia literaria de Avellaneda y sus personajes, es el relato generacional de una de las vanguardias literarias de los 70, es la historia de una sociabilidad política situada entre las librerías y los bares de la calle Corrientes y es, también y sobre todo, el testimonio único y generoso de cómo, en el “anudamiento de lengua y territorio”, se construye una literatura tan profana y vital como la de Luis Gusmán.

¿Qué te pareció todo lo que dijo Leonora?
Me dejó mudo (risas), No sé qué más decir de mi libro, pero como dice Borges, sobre el pasado uno puede tener muchas versiones, porque lo puede cambiar, mentir, recordar, modificar, evocar, porque la memoria es caprichosa y traicionera. Yo tendría que ver si todo lo que dije ahí en el libro, no lo dije ya distinto en otro lado, porque me puedo olvidar (más risas).

Pero todo lo del tango lo recordás muy bien.
Yo digo que las letras de tango me hablaban, porque siento que de verdad me hablaban. Yo no entendía mucho lo que querían decir, pero me hice en el tango porque creía en las letras del tango. Hay un tango que se llama Estampa Tanguera y dice que una mujer, una madre, atraviesa un patio y el marido estaba bailando con otra, y entonces le dice: “Andá ver que el purrete se está muriendo” y el purrete vendría a ser yo. “Él te llama. Tiene frío en las manos y en el pecho mucha tos” y yo no tenía nada de eso (risas) pero yo creía en esa letra. Yo vivía esas letras. Fueron quizás mi primera biblioteca. Me conocía todos los tangos de memoria. Recuerdo que en una sesión con mi analista le recité veinte letras de tangos de memoria (risas)

¿Y cuáles fueron tus primeras lecturas?
Los personajes literarios con los que me identificaba empezaron con Tarzán. Porque a la hora de Tarzán desaparecían todos en el barrio. No quedaba nadie en la calle. Los chicos íbamos a escuchar el aullido de Tarzán. La primera mujer con la que me fasciné estaba ahí, en Tarzán, era una sacerdotisa y después cuando leí las Minas del Rey Salomón la volví a reencontrar, no con el mismo nombre, pero también era una sacerdotisa y como yo no sabía qué era eso, me fascinaba. Así me fui armando una biblioteca en mi cabeza. Después agregué Pinocho y La Cabaña del Tío Tom. Qué libros terribles nos hacían leer, eran sádicos (risas) La literatura que leíamos en esa época era terrible. Hay una versión de Pinocho, que después prohibieron, que dice que querían condenar a Geppeto a la horca porque Pinocho no iba al colegio. En Caperucita Roja, se comían a la abuela. Eran lecturas terroríficas. Por suerte después cuando llegamos a Salgari, con Sandokán, uno va saliendo más a la aventura, hasta llegar a las lecturas de la primera juventud, en donde leía por identificación. Tuve la suerte de poder viajar y en Moscú me sentía Raskólnikov (protagonista de Crimen y Castigo de Dostoyevski)

¿Y tus primeros escritos?
Los primeros cuentos que escribí los perdí todos, en mudanzas, inundaciones, porque antes no se guardaba nada.
Y Avellaneda se inundaba bastante. La sudestada. Siempre venía la sudestada. Yo no sabía qué era, pero sabía que venía la sudestada y se inundaba todo. Gracias al bibliotecario de Racing, empecé a cambiar mis lecturas, porque él me dio a leer a Borges y a Bioy, todo lo que se oponía a una especie de realismo que yo tenía muy “salvaje”, por decirlo de algún modo. Modificar mis lecturas me sirvió mucho para escribir. A mi profesor de Literatura de 4to año, que se llamaba Elliott, le di a leer lo que yo escribía, y el hombre estuvo muy bien, me citó en el Jockey Club y me dijo que yo era un escritor. Así. Fue rarísimo para mí. Una tarde, yo estaba en la librería Mascaró, que queda en la otra cuadra de mi consultorio, porque… discupen, pero cuando se ausenta algún paciente yo me voy a una librería (risas). Estaba ahí en la puerta y se me acerca un señor y me dice: “¿Me reconoce?”.

¡El Profesor de Literatura!
Así dije yo. “Elliott”, le dije. Y me empieza a contar que tenía una enfermedad, creo que era HIV, y que precisaba dinero y yo saqué toda la plata que tenía y se la di. Le pedí una tarjeta para contactarlo y cuando me quise dar cuenta, desapareció. Cuando entré en la librería me dijeron: “Te hicieron el cuento del tío” y yo les decía: “No, yo tengo mis dudas”. Unos días después, tomando un café con Bielsa se lo conté y me dijo: “Anda por todos lados ese tipo. En el Nacional, anda diciendo que fue Preceptor”. Yo prefiero creer que sí era Elliott. Después de todo, como él dijo, sos escritor. Así que podés elegir el personaje. En ese momento no me sentía un escritor. Me presentaron a los escritores que ya estaban en Buenos Aires, Germán García, Alberto Szpunberg, Osvaldo Lamborghini. Yo no iba a La Paz, porque es verdad que yo venía de Avellaneda, entonces me costaba hacer la comedia de esos bares.
Después tuve la suerte de empezar a trabajar en una librería de usados y llegué muy rápido a encargado, y ahí conocí a Míster Chasman (Ricardo Gamero), el de Chasman y Chirolita, que iba a buscar libros ahí para los guiones. Hay algo que Borges dice sobre los ventrílocuos que me parece genial: ¿Quién habla cuando habla un ventrílocuo? ¿Cuál es la voz del ventrílocuo? Es un mellizo fracasado. Es genial eso que dice. Yo soy gemelo, entonces siempre me interesó el tema y me vino bárbaro para el libro eso que dijo Borges.

¿Cómo es tu proceso de escritura? ¿Cómo escribís?
En el momento de escribir siempre estás solo, más allá de los amigos que te lean, siempre estás solo. Ahora estoy escribiendo poemas. El título es: Ejercicios inútiles para abandonar la trama. Porque desde que me tomó la trama perdí el estilo. A mí no me importaba en El Frasquito cómo hablaban, si hablaba igual un chico, un hombre, una mujer, era una voz que había ahí, que estaba y que después la crítica literaria dijo que era de vanguardia, pero yo lo escribí como pude. De hecho cuando terminé El Frasquito, todo lo que escribí después fue todo collage. No sé si fue totalmente plagio, pero fue cortar y pegar frente a la computadora, porque sentía que no tenía más escritura. Así que parte de Brillos es El Libro de los muertos, y en Cuerpo velado toda la primera parte es de Rilke, sólo que lo situé en Once. Pero como no se lee mucho, te dicen que es de vanguardia (risas) Yo lo admití siempre. Por supuesto también había partes mías (más risas).

¡Claro las cosas que pasaban en Once!
Claro (risas y aplausos). Yo creo que ahora, pensándolo acá con ustedes, es cierto que estaba escrito así y fue Borges el que se dio cuenta. Porque en ese entonces había un concurso, y Roa Bastos me dijo que mandara un cuento. Estaban Denevi, Borges, Roa y yo no lo gané, por supuesto, lo ganó Ricardo Piglia por La loca y el relato del crimen. Lo raro fue que Borges dijo que lo mío era un plagio de Manuel Peyrou, y yo nunca lo había leído a Peyrou, pero tanto no se equivocó porque sí era un plagio. El hombre se dio cuenta. Bueno, era Borges ¿No? Nunca me animé a decírselo.

Pero lo que escribiste después no era plagio o copy & paste
Después escribí El corazón de Junio, que fue un fracaso de mi parte, en el sentido de que yo quería escribir una novela en donde alguien le donaba el corazón a otro, y que ese era un problema ético. No me salió ético. Porque yo estaba escribiendo en Junio y el 16 de junio del 55 bombardean la plaza de mayo y ese mismo día muerte Estanislao Joyce en Trieste, y además muere el mismo día que empieza la novela Ulyses. La misma fecha. Eso ya me trastocó un poco. Después me entero que Rodolfo Wilcock se murió rodeado de libros del corazón, de medicina, porque sufría del corazón. Entonces ya me fui a escribir sobre Un Corazón sencillo (Flaubert), Un Corazón débil (Dostoievski) y El Corazón de las tinieblas (Conrad), y chau, fracasé. Así me pasa siempre, que quiero escribir una novela en donde exista un dilema ético, pero nunca me sale porque me voy por las ramas.

¿Nunca lo conseguiste?
Puede ser que esta vez, con lo que estoy escribiendo, porque la historia se me impone. En 1978 en la Laguna Mar Chiquita que es de agua salada, hay una leyenda que dice que una princesa indígena tenía un castillo de cristal y que el agua salada es por las lágrimas de la princesa. Viene una gran inundación que inunda toda la ciudad y queda todo bajo el agua, los casinos y como 70 hoteles. Entonces cuando escribí Hotel Eden, me fui hasta allá a ver la laguna. En 1992 deciden volar la ciudad que estaba sumergida porque la gente ya no aguantaba más ver eso y quieren fundar la nueva ciudad. Entonces es increíble, llaman al ejército y hasta ahí la historia es real, después ya empiezo a inventar un poco. Hay que volar la iglesia y el cura dice: “La vuelo yo” y la vuela él. Si eso no es un acto ético ¿Qué lo sería? Así que estoy escribiendo eso, tratando de no desviarme.

Qué lindas anécdotas nos estás compartiendo de cómo te convertiste en escritor.
Así me fui armando como escritor y así me voy desarmando como escritor. Yo pienso que la historia de literatura Argentina es bastante injusta, no sé cómo serán las otras. La nuestra es bastante injusta porque por ejemplo, Isidoro Blaisten ¿Quién se acuerda de Cerrado por melancolía? O Alberto Girri, poeta de la Nación… Andá a pedir un libro y ya no saben ni quién es. No sé si en otros lugares es así, pero acá la literatura es dura, y no estoy hablando de la calidad de los autores. Yo leí Setenta Veces Siete de Dalmiro Saenz y me sirvió porque es como el reverso de Roberto Arlt, que es el escritor fracasado, es interesante el libro de Dalmiro porque él hace un escritor que nunca fracasa.
La literatura argentina es muy complicada. Es cierto que en la literatura nuestra no abundan tantos personajes. Está Moreira, Amalia, Martín Fierro y ya estás prácticamente en el siglo XX. Yo creo que con Villa pude hacer un personaje y después me las fui ingeniando para armar personajes. Creo que lo más difícil es armar un personaje femenino que sea verosímil. Porque La Maga de Rayuela (Cortázar) es una invención de Oliveira. Hasta Manuel Puig no aparece. Uno lee Pubis Angelical y es impresionante, porque escribe el diario de una mujer y no es un álter ego, como pueden ser Renzi de Piglia o Tomatis de Saer, es realmente verosímil. Ahí empecé a ver cómo se escribe y se entra en esa sensibilidad que es muy difícil.

Me gustaría destacar que te entiendo mucho lo del tango, porque creo que la música crea identidades culturales y el tango fue lo que más te marcó para armar tu identidad como escritor, ¿es así?
Sí, mi padre era cantor de tangos y escribió la letra de un vals. Yo para escribir El Frasquito tomé las cartas de mi padre a mi madre. Sí, el tango me formó mucho y como dije en un reportaje: “¿Por qué te dedicaste a escribir?” y yo contesté: “Porque no sabía bailar”. Entonces para conquistar a una chica en ese momento le decía “Tengo un manuscrito”.

Pensé que después de Avellaneda profunda no ibas a seguir con más narrativa, sino que ibas a seguir con ensayo, pero ahora que nos contaste lo de la Laguna Mar Chiquita sé que vuelve una novela.
A mí me sirvió mucho cuando salió Flechazo, el trabajo que hizo Mercedes Güiraldes, porque me bajó un tono que podía ser más ensayístico como venía en Epitafios, que sí lo exigía. Yo leo como ella me dijo una vez: “Vos leés por asociación”. Una vez estaba leyendo una novela policial y el detective en una parte dice: “Esa noche no soñé” entonces me pregunté: ¿Por qué me cuenta un detective que no soñó? ¿Qué tiene que ver eso? Entonces empecé a leer todas las novelas policiales para saber si soñaban o no los detectives. Así que voy a sacar un libro con Mercedes que se llaman ¿Sueñan los detectives? Es muy genial porque los detectives como Mike Hammer sueñan todos con japoneses, los posteriores sueñan todos con vietnamitas.

Claro, la obsesión del momento.
Sí, es muy impresionante. Por ejemplo, el detective Sportello de Thomas Pynchon, en lugar de tomar whisky, está fumado. Cambia todo con la época. Entonces con esto de los detectives, también me detuve de toda la cuestión más ensayística o crítica. Me dejo llevar más por la escritura. Por ejemplo ¿Cómo se despiertan los detectives? Por el despertador o porque los llaman por teléfono. Hasta Wallander de Mankells. Es una escritura que te va llevando mucho.

Entonces se vienen un montón de cosas.
También tengo otro libro que se llama La decisión de escribir, que es sobre cuándo un escritor se hace escritor. Un mito. El bisabuelo de William Faulkner publicó un libro que se llama La Rosa blanca de Memphis, que fue besteller en Estados Unidos. Entonces cuando la maestra le preguntaba a Faulkner qué quería ser cuando fuera grande, él contestaba: “Como mi abuelito”. Él escribe algo y lo lleva a un concurso y cuando llega al final la maestra le dice que no está, pero que está un tal “Faulkner” porque ese era su apellido, y ahí decide ponerse Faulkner. Entonces yo digo que en ese momento es cuando se hizo escritor. Pero es algo totalmente mítico cuándo un escritor se vuelve realmente “escritor”.

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